Doña Rosa habla acerca del q´ulu
alteño por experiencia indirecta, pues un sobrino suyo fue q´ulu, hasta que
murió por hipotermia, en la Avenida Buenos Aires, en 2015.
“No entendía nada el Martín
(Nombre ficticio, a decisión de la informante). Terco siempre ha sido, como su
madre (la prima lejana de doña Rosa era la madre de Martín), pero al menos su
madre era terca para su propio bien”.
“¿A qué se refiere con esto?”, pregunto.
“Fue comerciante en un kiosco del
puente de la Avenida Juan Pablo II, y pues no dejaba su puesto por nada del mundo,
apenas si para comer o ir al baño, ¿y sabes por qué, joven?, gracias a ese
puestito ha logrado pagar su casa y comprar unos terrenos en Tilata”.
La historia de Martín es
sencilla, parece muy genérica, pero es cierta y se retrotrae, al menos en
antecedentes, al 2003, cuando él contaba solo con siete años. La casa alquilada
donde vivía con su madre se usaba únicamente para dormir. El puesto era
prioridad: la prima de doña Rosa vivía allí, prácticamente de 8:00 de la mañana
a 9:30 de la noche, 13 horas y media, con breves lapsos de descanso para ir al
baño o comer (aunque muchas veces comía allí). Los días especiales eran los
jueves, cuando ella se dedicaba a comprar nuevos productos para nutrir su
negocio, en una especie de círculo dantesco de vendo y compro, vendo y gano,
compro y vendo nuevamente. Martín acompañaba a su madre en todo momento.
Martín nunca fue al colegio, muy
a pesar de los parientes, incluida doña Rosa, que le insistían a la madre del muchacho
que era necesario enviarlo. Se percibe un aire de resentimiento de parte de
doña Rosa cuando describe a su prima. El trabajo terminó siendo una constante
vital, que apartó literalmente al niño de un crecimiento adecuado para sus
necesidades pedagógicas. Estaba todo el día al lado de la madre, en el puesto,
en intervalos de paseo y de espera, de espera y paseo, sin hacer más que ver
caer la tarde. Desde los siete años, pasó de ser y estar en la casa, a estar
completamente en la calle con su madre.
Las exigencias de horario habían
obligado a esta señora a tener al hijo a su lado casi siempre, incluso en
tiempos de enfermedad, porque dejarlo en la casa, frente a una televisión
encendida y sin perspectivas de futuro, además de los casos de niños que habían
muerto por dejar una estufa o una garrafa encendida, eran el principal temor.
Fue exactamente desde los siete
años, edad clave en esta seguidilla de detalles, que Martín conoció a otros
niños, los que también conocían a otras personas “más libres”, “desinteresadas
por algunas cosas” y sin “compromiso” alguno sobre trabajo, fe o devoción.
Cinco años después, en 2008,
Martín, con 12 años, desapareció. Su madre tuvo que cerrar el puesto y organizar
una salida colectiva para buscarlo; pidió ayuda a parientes, amigos, socios de
la asociación de comerciantes minoristas y policía para hallarlo. Resultado:
drogado con inhalantes, a medio dormir, cerca al Puente Bolivia, al otro lado
de la ciudad.
“Desde 2008 se hundió el pobre”
afirma doña Rosa.
Yo converso sobre esto con ella a
las 11:30 de la mañana, aún no salen ni los niños de Preinicial del colegio;
ella ha tapado sus productos con una manta de bayeta.
Martín se metió a una pandilla de
q´ulus. No la tan temida y famosa “La Maldad”, grupo que sirvió de inspiración
a Cárdenas para uno de los pasajes de “Periférica Blvd.”, sino otra que era
llamada por todos como “La Banda”; según Juan Carlos Gonzáles, exeducador de
Enda-Bolivia y periodista radial, no se necesitaba hacer más que inhalar clefa
o thinner y saber dónde comprar este producto para que te incluyeran; no te
pedían que cortes un rostro o que robes a un pariente, como sucedía en “La
Maldad”.
“La Banda” era omnisciente, al
menos en La Ceja o en la zona de la 12 de Octubre. Muchos de sus integrantes eran
descuidistas, nada más que eso: iban por las calles mirando siempre al piso y
tratando de hacer desaparecer algún producto de los puestos de las vendedoras
de dulces o, sencillamente, qué podrían sacar de los pequeños puestos de
chicharrones embadurnados con ají y mote en conos de papel.
“Martín se arruinó completamente,
hasta su cara se había ennegrecido e hinchado, a veces lo veía en la calle y
prefería no saludarle; mis hijos tampoco, porque una vez, les sacó dinero a la
fuerza”. Doña Rosa tiene tres hijos, cada uno ya jóvenes y por caminos
distintos: el mayor trabaja como ayudante de albañil, el del medio estudia
Mecánica Industrial en el Instituto “Pedro Domingo Murillo” y el tercero
trabaja como cargador para una empresa de sodas.
La vez a la que se refiere doña
Rosa, 2012, fue cuando ellos estaban buscando algunos regalos para el día del padre
(doña Rosa vive con su segundo esposo, luego de haberse separado del padre de
sus hijos por “violencia doméstica”); Martín, ya con 16 años, se les aproximó y
les pidió dinero, no como pedido necesariamente, sino como una orden. Estaba
solo. Los hijos de doña Rosa, más corpulentos que él, no lo reconocieron sino
hasta el último momento. Prefirieron darle a una moneda cada uno, antes de
“meterse en un papelón”, como dice ella.
“La madre del Martín no hizo
nada; actuó como si el pobre se hubiera muerto. No lo fue a buscar y ya. Martín
tampoco pasaba por su puesto, quizá por un atisbo de vergüenza o porque ella le
había hecho escándalo la última vez que supimos de él”.
Se interrumpe un momento, mira a
los padres de familia que van a esperan en el portón del colegio recoger a sus hijos.
Aprieta los labios un momento.
“Debe ser difícil tener un pariente q´ulu”, concluye.
Martín murió de hipotermia en 2015 a los 19 años, murió de nada, de olvido, de otras prioridades, junto a otras dos personas que, al igual que él, eran q´ulus.
Comentarios