Para empezar, debo decir que el
jailón sensible (hijo de un señor escritor) que me dijo que es secundario
hablar de clases sociales para analizar la realidad boliviana, tenía algo (alguito)
de razón. Las clases sociales sirven para profundizar en otros derroteros,
porque siempre hubo gente que tiene y gente que no, y la historia nos ha
enseñado que la gente que sí marcó la diferencia, no necesariamente tenía
recursos, comodidades, visibilidad o privilegios cuando se decidió cambiar la historia.
No voy a detenerme en eso de que “el pobre es pobre porque quiere” ni en el
“como tienes plata, es tu responsabilidad compartir tus privilegios con los que
no tienen”; no estamos en el patio de recreo de un centro infantil para decirle
a la gente en qué gastar su dinero o su tiempo, siempre habrá gente que
prefiera gastar más de doscientos pesos en un mazo de inútiles cartas del Tarot,
que en un par de tenis para ir a trotar, o comprar frutas en vez de libros
de David Vildoso o de Francisco Bueno; al final, es como la vida misma: cada
quien hace con sus recursos, sus fluidos y sus culos lo que más le convenga.
No obstante, otro cantar es cuando se trata de analizar el ambiente literario boliviano. Hay una especie de eterno retorno y de condescendencia que se confunde con criterios de clase e incluso raciales, bastante alejados del simple hecho de leer algo de alguien porque está bueno lo que ha escrito y nada más. No es como darle un libro al regionalista de José Párraga, que se ofende porque un orureño compuso “¡Viva Santa Cruz!”, y esperar que sea objetivo en sus apreciaciones, o que alguien me explique por qué Rudy Terceros y Adrián Nieve, que desde mi punto de vista, y claro, desde la carencia en cuanto a ventas de sus huevadas escritas, son pésimos escritores, tienen muchos más libros publicados que el bueno del Willy Camacho, que solo tiene uno, a pesar de ser haber sido ganador del concurso Franz Tamayo hace casi veinte años atrás y de tener un talento narrativo entre lo lúdico y lo sobresaliente, además de ser cabeza de Editorial 3600...
En literatura nada tiene que ver
la clase social o la condición racializada de quienes escriben. Jorge Suárez,
natural de La Paz, ambienta su excelente novela breve “El otro gallo” en Santa
Cruz y sale muy bien parado del dominio de aquel contexto; otro ejemplo más
internacional es el de Roberto Bolaño, que termina escribiendo la mejor novela
mexicana, “Los detectives salvajes”, siendo él chileno. ¿Quieren más ejemplos?
Murakami escribe como un inglés, Julio Verne como si hubiera nacido hace solo
30 años, Lovecraft como Ligotti, y Ligotti como si estaría viniendo de un
futuro postapocalíptico donde las máquinas se culean a los hombres hasta
embarazarlos de maquinitas de afeitar.
En escritura no hay otro camino:
escribes, corriges, te corrigen, te publican y, si hay suerte, te leen y
repites el ciclo. No hay lugar para centrarse en clases sociales ni en el color
de la piel de los involucrados, ni en nada parecido. Allá tú si escribes sobre
los bajos fondos donde se somete de varias formas a las nuevas candidatas para ser
parte de las tribus adictas a la clefa, o sobre lo bonito que es asistir a un
concierto de Iron Maiden en Argentina, con una Heineken en una mano y una
revista de cine hípster en la otra, o si escribes sobre girar sobre tu propio
eje cuando duermes en más de 17 páginas, a lo Proust. Si la historia es buena, puedes
incluso leer sobre un asesino serial disfrazado como corredor de bolsa en Wall
Street, o de jóvenes judíos malignos que quieren dar caza a nazis ancianos y fugitivos
en Argentina.
He notado, no obstante, desde que
he comenzado este oficio con mis libros, una suerte de amiguismo que debería
exacerbar hasta al menos crítico de nosotros. Y no solo es un problema de
lameculismo, de “te promociono” y “me promocionas”, pero es que incluso da
vergüenza que un amigo escritor al que respetas, te diga que tal libro de tal
escritor es una cagada, y de frente al mentado escritor no se lo diga así, solo
porque el que escribió la cagada es de cierto círculo intocable. Y no solo pasó
una vez, sino dos, maldita sea, y posiblemente pase una tercera vez. ¿Por qué pasa esto con ese tal amigo crítico?
¿Por qué tanto miedo? ¿No tendrá los huevos para decirle al otro, al intocable,
que escribe mal? ¿Será que algo tiene que ver la posición social asumida para
que esto suceda así?
Sí, lamentablemente, la posición
social asumida en el campo literario, todavía funciona como un norte, incluso
como un destino en nuestro tierno y básico país. No le puedes decir a un
escritor promocionado por una editorial que es malo o que no te gustó su
trabajo, porque la gente rápido va a sacar el “Recurso-de-Homero-Carvalho”, que
se resume en la siguiente frase: “Me critica porque me tiene envidia y quiere
colgarse de mi fama”. Lo social asumido incluso abarca lo racial asumido o lo
considerado racializado, dos elementos que no debieran de estar ahí, pero que
inevitablemente funcionan como justificaciones para no decirle al escritor
mediocre que es mediocre porque queremos evitarle una visita al terapeuta
(porque puede pagarse uno).
Igual el problema está en qué leen los escritores bolivianos. Hasta hace unos dos años, Gonzalo Lema me llamó, con una sonrisa de circunstancias: “Hola, Rodrigo”, obvio que me sentí halagado, pero entonces yo le dije: “Hola, Edmundo” de vuelta, para que se diera cuenta de su error a partir del mío. Desde entonces se memorizó mi nombre y me reconoce donde va y me ve. He visto gente que publica un libro y es apoyada por sus amigos, y ellos, a su vez, apoyan a los autores de la editorial que les ha publicado: un grupo de idiotas que se alegran de estar juntos y que no ven con criticidad sus trabajos, como esa vez en que Fanny Escobar le hizo casi un oral simbólico a Rossemarie Caballero, siendo ambas ridículas en sus argumentos. Y el lío se ahonda, cuando se les hace una entrevista a estos escritores y ya no hablan de sus procesos de escritura, sino que lanzan conceptos poéticos sobre lo que escribieron: sinécdoques, onomatopeyas, metáforas, parábolas, elipsis, coordenadas narrativas, ángulos rectos argumentales, obtusos, acutángulos... y luego te das cuenta de que no están hablando de teorías matemáticas o de física de partículas, sino que estaban teorizando literariamente; pretenden disfrazar de intelectualidad lo que no pueden explicar como un fenómeno de contar una historia y que valga la pena ser leída. No todos somos Luis H. Antezana o Vicky Aillon, mucho menos Santiago (el-cine-es-fino-o-no-lo-es) Espinoza, Fernando (eso-también-es-racismo) Molina o Mónica (sé-escribir-ficción-pero-me-burlo-del-lector) Heinrich; pero tampoco somos estúpidos para definir nuestras lecturas solo porque el choquito o morenito del autor es igual de choquito o morenito que nosotros.
Por ello el título de esta cosa:
Condescendencia, que también es Con-descendencia. Por un lado, los que hablan
bien de todos los autores pero que no leen a los “apestados”, porque no les da
buena espina, porque si son feos (y cuando me refiero a feos, es que vienen de
un estrato social asumido inferior “en comparación”), quizá su narrativa sea
igual de fea... y por otro lado están los que se fijan cuán blanquito es el
autor, porque la finura de seguro debe sobrepasar la piel y los privilegios,
hasta plasmarse en la prosa... ¿no ve? ¿No ve en serio, chocos? ¿NO VE?
Hay ejemplos extraordinarios de
escritores que no se detienen en lo finos, privilegiados, acomodados, jailones,
salvajes o morenos que pueden ser o son considerados, sino que se preocupan por
contar historias, en responder al por qué escriben lo que escriben sin
necesidad de ahondar en cuestiones existencialistas que no competen al momento
de atrapar al lector. Atrapar al lector. Entre Pedro Albornoz, que afirmaba que
no le interesaba mucho el lector, sino lo que quería contar él como autor,
pasando por Óscar Alfaro, que sí se preocupaba por diseñar historias para los
más pequeños, hasta el extremo de moldear su prosa de tal modo que parecía
hasta hipnótica, hasta finalizar en autores como Máximo Pacheco o Jorge Suárez,
que buscan en sus narrativas crear universos dentro del mismo universo
narrativo, la literatura se apoya en tantos elementos y es tan libre, que no
merece estar siendo controlada por teorías sociológicas varias, ni por posturas
asumidas de que si soy de tal clase social, mi literatura dejará o estará
plagada de características positivas o negativas que se deducen de esa misma
clase social; no necesitamos correlacionar literatura con la descendencia
racial ni el legado de clase, que es tan asumido como quien se considera
caballo y se viste como caballo y solo quiere montarse a yeguas, aunque no le
alcance con qué.
El problema también está en que
ese prejuicio nos hace perdernos de lecturas que bien podrían cambiarnos el
panorama y proyectarnos a nuevos horizontes. Es como ser el rockero purista que
les dice a todos poseros, cuando él se considera auténtico o, en otras
palabras, “true”: No por leer a puro escritor de fantasía oscura, significa que
serás uno, señor Adrian (mira-soy-escritor-y-fui-editor-en-La-razón-aunque-por-eso-soy-aburrido)
Nieve; no por leer puro drama y del bueno, significará que escribes solo drama
y del bueno, señora Lourdes (uso-las-redes-como-diario-de-mis-penas-relacionadas-a-mi-peso)
Reynaga; no por leer a puro premio Nobel, o vivir en Suecia, serás ganador del
Premio Nobel, señor Miguel (escribo-mal-y-me-enorgullece) Lundin; la literatura
no solo está en contar cosas, está en saberlas transmitir, en compartirlas, por
más que no te interese el lector, está en pulir tu palabra y no detenerte en
consideraciones como las de clase y las raciales. Es ir más allá.
Recuerdo la vez que tuve una
conversación con dos personas totalmente distintas en la dimensión laboral pero
cercanas en posturas sociales y de investigación: Guillermo Mariaca y Giovanni
Bello; el primero no leía a los autores bolivianos actuales porque la
literatura que le interesaba era la escrita por sus contemporáneos, es decir,
por amigos sesentones, siempre vestidos de etiqueta, con terrenos, problemas en
la próstata, casas en Achumani y que querían que volvieran los milicos; el
segundo, más joven y proclive a ser más abierto en lecturas (y por ende, menos obtuso),
resultó peor: tenía prejuicios asumidos, social e intelectualmente, sobre
ciertos escritores, a los que había leído en su primera fase de crecimiento, y
a quienes ya no volvió a leer, como si un autor que publica en 2010 siguiera
siendo el mismo en prosa el año 2024... su prejuicio no solo era literario,
sino social-racial asumido, desde el cual tenía marcadas posiciones de
preferencia lectora; es decir, que prefería leer a los contemporáneos
sociales-raciales de su entorno inmediato asumido, que a los que no eran parte
de su círculo y que posiblemente serían contrarios a sus percepciones de la
realidad, como la misma Wara Godoy, librera y estudiante eterna, que afirma nunca leer a varones, vaya Dios, el Diablo o Lilith a saber por qué. Lo mismo pasa con la
gente que no se detiene en las primeras obras, porque no las ha leído, pero sí
en la apariencia de los autores. En este punto escritores como Oscar Coaquira, Luis
Raimundo Quispe o Quya Reyna serían relegados solo por ser del lado andino, más
que todo aymara, por aquellas personas que leen a Carver y que les gusta hacer
performances en ferias del libro, o sencillamente porque son parte de otros
círculos lectores, que solo se fijan en el resultado tangible de los libros y
no en qué transmiten.
La condescendencia en narrativa recae
en eso: asumir ciertas condiciones de clase social e incluso racial, cualidades
características de ciertos autores, como también a qué círculo editorial
pertenecen para juzgar sus obras. Estamos cayendo en la cantaleta de pretender
conocer las obras sin haberlas leído antes, y esto tendrá un vacío, presente
casi siempre en esta clase de procesos: la ausencia de criticidad.
En la pasada Feria internacional
del Libro de La Paz he visto esta clase de condescendencia no solo en público
lector, sino y más que todo, de manera preocupante, en autores que solo
hablaban de lo buenos que son sus colegas, solo por ser de la misma editorial.
¿A dónde estamos cayendo, gente, si partimos por asumir que los últimos libros de
una editorial están bien, solo porque esa misma editorial los publicó para una
feria del libro, como un lanzamiento de lo buena que está la salud de la
literatura?
Autores como Maximiliano
Barrientos o Rodrigo Hasbún solo son mencionados por otros autores o críticos que
simpatizan con las editoriales que sacan sus trabajos, y si ves autores de
otros países hablando de ellos, justo son escritores que han sido alguna vez
publicados por las mismas editoriales que ahora quieren tender la red para que
se gane alguito. Editorial 3600 reunió a un gran equipo de escritores (grande
solo por el número, no necesariamente por la calidad) y fue publicándolos en
lanzamientos atrevidos que dejan de serlo cuando te topas con errores de
redacción, de lógica y de acabado que cualquier escritor amateur puede
identificar y esquivar; de ese grupo resaltan (ergo: aprueban) de manera gratificante Guillermo
Ruiz Plaza y Claudio Ferrufino, muy a pesar del acabado de las portadas de sus
últimos libros..., el resto, si bien algunos que no se aplazaron no los menciono,
es enteramente descartable, y más cuando te esfuerzas en tratar de consolarte al
momento de decir: “No estaba tan mal; al final, pudo ser peor”. En el caso de
otras editoriales, el costo del papel post-Covid les hizo mucho daño, llegando básicamente
a arriesgar en triple de intensidad sus inversiones en cada libro.
Esto choca con la intención de
publicación y de difusión de la obra, así también como la falta de principios
de dignidad (o “huevos”, como diría Paco Ignacio Taibo II) para hacer una obra auténtica;
¿realmente “Altopía”, de Barrientos y Cuevas, es una novela gráfica dedicada a
la ciudad de El Alto, o solo usa a esa ciudad para mal situar a sus personajes y
hacerles hablar como hijos bastardos del Papirri, en una historia llena de
pornomiseria y gentrificación cojuda, donde no funciona nada, salvo lo visual? Apuesto
que los creadores de esta novela gráfica no han pisado últimamente la Ceja u
otro barrio para hacer exploración mínima, y su fuente de inspiración es verlo hablar al Choque-Chan de “La bicicleta de los Huanca”; no obstante, tomando en cuenta
el final del segundo tomo (que no está nada mal, con clickbait incluido), la
historia parece recién comenzar en las últimas 10 páginas, resultando ambos
tomos (serán 4 la historia completa, dice el ilustrador) más un artbook que una
novela gráfica; ¿quién compra “Altopía”, que según Cuevas no está “cara”, sino “inaccesible”
para ciertos lectores? Quizá solo lo compraron los muchachos con maestría de la
Cato, entusiasmados con esos sopocacheños más parecidos a Alexis Argüello que a
Luis Raimundo Quispe. Lo mismo pasa con la obra magna de Sobras Selectas, “Los
hijos de Goni”, que quizá la leyeron, hasta el momento que escribo este
artículo, diez alteños, máximo once, considerando los cercanos a Quya, ya que
un libro que desde su precio base, que costaría 10 bolivianos como máximo, no se
encuentra, sino que a 60 en el mercado regular. ¿Por qué escribir sobre El Alto
y terminar siendo leído por gente que no pisaría El Alto o la mira con desdén? Sé
que desde Quya la intención consistía en que el libro tendría que ser leído por estudiantes alteños, pero no sé
si se pudo al final hacer esto; en el caso de “La equis” de Luis Raimundo
Quispe, una excelente novela, inflada en precio, también de Editorial Sobras Selectas,
tuvo mejor destino en su segunda edición, ahora de Kipus, que cuesta Bs 40 y
que la gente puede comprar, sin tener que rascar en lo hondo de su billetera.
El ego, tan crecido mientras
pertenezcas a un grupo selecto que se lee y se promociona entre sí solamente,
tendrá un destino clásico y nada sorpresivo: la literatura no mejorará mientras
se siga articulando en sí misma como un mecanismo que se ahoga y no evoluciona;
tengo amigos que dejaron de frecuentar mi amistad porque quieren publicar en El
cuervo, e ingenuamente creen que eso les mejorará su calidad como escritores. O
quizá no. O quizá quién sabe. Chocos, atiendan, yo también publiqué por El
cuervo y eso no fue garantía de nada, al final yo vivo de mi escritura y
comprendo que mis libros deben tener un precio accesible, no porque desprecie
mi oficio, sino porque prefiero ganar dos pesos por libro y que me lean, que no
ganar nada y que solo me lean los compañeres de la Callejera Herrante o del
Giovanni Bello en cafés de mierda donde se sirven hamburguesas de lenteja y sienten con eso que se han empoderado; al
final, me importa un pepino la opinión de aquellos “monopolizadores mononeuronales
del sentido cultural”; me importa más que me lean estudiantes que Fernando
Molina, Tikita Wara o algún otro fracasado de la palabra.
No hay que ser como Homero
Carvalho que, por querer gozar de otras pieles, cita a la posible amante-vieja
de turno en el aeropuerto de Viru Viru para que nadie lo vea, pero a la vez se
niega a asistir a una premiación por haber obtenido el tercer lugar en un
concurso regional, solo porque eso rebajaría su “nivel” como escritor; hay que
agradecer a los lectores que nos tiran bola, al menos, no hay que ser tan
pelotudo.
Y también, señores, hay que ir
más allá de las fronteras, no esperar lo mismo de siempre, aprender a reconocer
y valorar a otros autores de otras editoriales no solo como competencia
social-racial asumida, sino y mejor, como colegas de trabajo, porque al final,
todos crecen en estilo o perecen en el olvido.
Ah, y el último libro de cuentos del Adrián Nieve es mierda un poquito menos mierda, aunque siga siendo mierda: al menos ya no mezcla verboides, como hiciera antes, ese gordo chupapijas, pero igual sigue intentando, en vez de sacar algo bueno. Nadie es perfecto pero él se pasa, señores.
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