¿Puede ser la nostalgia nacida más por el dolor que por la
felicidad pasadas? ¿Hasta qué punto podrá reconstruirse el pasado de una
familia, si se lo fundamenta desde un testimonio personal y, por ende, poco
objetivo? ¿Por qué me pregunto estas cosas, considerando que la mayoría de los
que comentaron (hasta ahora) la novela de Quispe Flores, hablaron más de asuntos
de fondo que de forma, como las “masculinidades” o la integración familiar
dentro de un territorio aparentemente desintegrado?
Nostalgia, testimonio y literatura. Tres palabras. Tres sensaciones
que se arman en un solo producto que, intuyo y asumo (y si no es así, es mi
culpa), ha sido trabajado durante mucho tiempo.
Nostalgia porque se utiliza, de una manera bastante
acertada, el manejo del pasado y el crecimiento de una familia en una situación
crítica, como lo es el abandono de uno de sus miembros más vitales (la madre),
en tanto se siente el crecimiento, como metáfora real y meta-literaria, de la
ciudad de El Alto.
Testimonio, porque se siente verosímil todo lo escrito en
sus páginas, incluso los aparentes lugares comunes (que toda novela tiene, qué
va, hasta muchos pasajes de “Pantaleón y las visitadoras” tiene escenas casi
calcadas del cine cochino pero delicioso de Tinto Brass), y los casi inverosímiles
en concepción, como un intento de suicidio al mero estilo del Highlander noventero
o las escenas idílicas de integración y fortaleza familiar (presintiendo el
lector algo de “La pequeña casa en la pradera” en sus intersticios narrativos),
pero que no importa al final, porque, verbigracia, como diría el inútil de Vera
de Rada: Spielberg nos tuvo casi dos horas en vilo sin mostrarnos al puto
tiburón y, cuando aparece, lo hace para explotar con un tanque de oxígeno entre
los colmillos... y creemos eso sin cuestionar nada...
Así, “La Equis” (Editorial Sobras Selectas, 2019), la primera
novela de Luis Raimundo Quispe Flores nos rodea con su prosa sencilla pero
llena de un magnetismo que no es el localista (etnógrafos hípsters, abstenerse),
sino el que demuestra que la literatura no solo es complicarse la vida con
solipsismos baratos o diseños cansinos de personajes y situaciones que se
extienden decenas de páginas para contar algo en apariencia sencillo. Hay una
poética en Quispe Flores y no es la que se enseña en la universidad, tras
fotocopias de ensayos de Milan Kundera o de Daniel Cassany (que son buenos,
excelentes, pero que no son todo lo que puede fundamentar lo “literario”);
hablamos de un trabajo que se presenta como un testimonio y que se sustenta
como tal, activando eso que se ha llamado “impulso narrativo” y que solo
aparece cuando nos topamos con alguien en la calle y le contamos algo relevante
que nos sucedió y que es urgente narrarlo. El testimonio de alguien sincero
vale más, muchas veces, que un mamotreto como el de Oswaldo Calatayud o que un
experimento cortazariano escrito desde la comodidad.
Y literatura, eso rezuma cada página de la novela de Quispe
Flores, sin pretensiones ni mesianismos. La sencillez de sus páginas no ha sido
premeditada para deslumbrar al lector, no hace falta rodearlo de hilos
infinitos de posibilidades narrativas, polifonías rebuscadas o saturación de
enlaces estratégicos de narración. Es como ver a un sujeto que decide contarnos
algo que va creciendo y que interesa a la par que incomoda: una esposa/madre
que abandona a su familia, sean las razones que fueren, y cómo esto
reconstituye el concepto de familia desde la misma familia afectada; el sujeto
en sí nos cuenta aquello desde antes de su nacimiento, hasta la actualidad,
parando en ciertos intermezzos narrativos para reflexionar sobre cómo él
decidió escribir esto, sea como una catarsis necesaria, o como un modo de recordar
con nostalgia (volvemos al principio), algo que le afectó y que casi destruyó a
muchos de los miembros de su familia. Un tema interesante a tratar, a sopesar,
porque acá el argumento no trata de convencernos que aquello, eso del abandono
de la madre, es lo central, sino el fantasma que acompaña al narrador: no la
madre, sino el acto del abandono en sí.
Que hay resentimiento apagado, sí lo hay; que hay dolor que
se intuye y subtextos que lo demuestran, también los hay; pero lo que sí abunda,
creo yo, es la reconstrucción de un hecho por medio de la literatura como acto comunicativo;
así nos lo confiesa el narrador: usa la literatura para ello. No estamos ante
un vate que, con su copa de vino y su jeta llint´a de sabio, nos habla desde su
cómodo sillón con un estante lleno de libros mediocres detrás (cof-cof-Vera-de-Rada);
estamos ante un narrador que se va despojando de sus escudos y que nos narra
algo muy íntimo, muy doloroso, muy real, como lo son las innumerables historias
que pueblan toda la ciudad de El Alto y que de seguro seguirán repitiéndose y
perdiéndose en la memoria de sus actores.
Quispe Flores nos invita a recorrer sus páginas,
tremendamente veloces de leer, demostrando que la ciudad de El Alto sí puede
tener novelas que no solo se apoyen en lo etnográfico/grotesco/satírico o mórbido,
como ciertos cronistas de medio pelo, venidos de la élite, creen sobre los
productos nacidos en esta urbe, que ahora es más grande que la misma hoyada.
La novela de Quispe Flores es ya un precedente y garantía
que acá, desde la ciudad de El Alto, puede hacerse literatura de calidad.
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