Ir a comprar aserrín de hueso, desperdicios y harina
amarilla para preparar la comida de mis perros era una labor normal, casi
mecánica. Por ejemplo, no soy de los que regatea: si el kilo de aserrín lo
daban a cuatro bolivianos en una carnicería o a tres en otra, igual daba,
compraba hasta quince bolivianos si podía.
El aserrín era lo que más me costaba conseguir, porque la
mayoría del tiempo iba a comprar estos productos a las siete u ocho de la
noche: horario en el que había mucho movimiento.
Como decía, era una labor casi mecánica hacer todo lo
descrito, pero fue el día previo al martes de ch´alla del Carnaval que, sin
esperarlo, esta labor realmente me incomodó.
Se acostumbra ch´allar los martes de Carnaval, alimentar y
bendecir a la Pachamama para que nos proteja y proteja nuestras casas, negocios
y productos recién adquiridos. Algunos suelen hacer eso con todos los brebajes
posibles, mientras que otros utilizan cerveza, chicha, dulces y flores como
productos base.
Era interesante todo eso, pero también preocupante: las
calles eran una mezcolanza de cerveza, orines, vómitos, lluvia y lodo; en fin,
no podía ir por esos lugares sin que mis pantalones salieran manchados por
algo.
Ese lunes encontré a casi todas las carnicerías de la Ceja
abiertas, pero pocas estaban atendiendo. Muchos tomaban sus cervezas y, con
parlantes enormes, trataban de mostrar al resto de comerciantes que tenían todo
listo para la ch´alla y para festejar a lo grande. Apenas conseguí todo para la
comida de mis perros y tardé el triple del tiempo para abrirme paso de las
carnicerías a la parada de microbuses que me llevaban a casa.
Lo que más me molestó fue que, en cierta parte de la calle
2, cerca de la avenida 6 de marzo, un grupo de Pepinos, Chutas y Kusillos,
todos borrachos, impidieron el paso a mucha gente, yo incluido. Algunos
trataban de hablar muy metidos en sus personajes, como los Chutas, que
agudizaban la voz en un intento por mostrarse aptos para la comedia. Uno en
particular, con el rostro de lienzo pintado de rojo, verde y negro, clásicos
para los Chutas, se me acercó y me extendió la mano. Yo se la estreché, como si
le conociera, y él movió la cabeza de un lado a otro, dio tres brincos sin
soltarme la mano y con su voz agudísima me gritó:
—¡Beberemos negrito, beberemos!
Yo sonreí y negué con la cabeza.
El Chuta se detuvo y pareció clavarme la mirada con sus ojos
artificiales.
No me soltaba la mano.
Comencé a incomodarme. Él lo notó.
—¡No seas maricón, beberemos! —chilló.
Y me restregó la mano en su entrepierna por un segundo. Yo
hice fuerza y se la aparté, molesto.
Lo esquivé de un empujón y escuché, mientras me alejaba, su
risa estridente y aguda.
Me embarqué en el microbús y me puse a recordar: Un día,
hacía como veinte años, iba a pie a Achocalla y había sucedido lo mismo, solo
que el personaje en esa ocasión era un Pepino. Me saludó, quiso servirme un
vaso de su licor y yo me negué; me estrechó la mano para despedirse y me la
llevó a su entrepierna, como burlándose de mi cobardía.
Como diciendo que yo no tenía las bolas suficientes para
tomar con él.
Me pregunté si mi temor hacia los Pepinos, Chutas y Kusillos
era infundado o si era una especie de Coulrofobia, nacida por relacionar a esos
personajes con los payasos o por lo artificial que tenían los “rostros”.
Yo no le temo a los payasos, me parecen tipos de lo más
normales, incluso divertidos; en cambio los Pepinos, los Kusillos y los Chutas
son otra cosa. Pareciera que ocultan algo, que detrás de sus ojos irreales, de
sus mejillas-manchas, de sus sonrisas y de sus rostros enteros, hay algo que no
se atreven a mostrar, y no lo muestran precisamente porque quieren hacerte
algo.
Que dos seres carnavaleros me hayan hecho la misma broma en
tiempos tan lejanos entre sí, no me agradaba para nada. Era como si de pronto
hubiera nacido una complicidad en contra mía, basada en la repulsión que yo les
tenía y aún les tengo, y que ellos percibían y todavía perciben. Ahora que soy
sincero, también deduje que me despertaban un pavor indescriptible...
Dejé de pensar en todo eso y llegué a la rotonda de mi zona.
Bajé del microbús y le agradecí al chófer; me fui caminando
hasta el umbral de la calle donde está mi casa.
Cargaba la bolsa de aserrín y harina amarilla con esfuerzo;
noté lo pesada que estaba, pero eso no sería problema. Ya estaba cerca...
Pero entrar a la calle por donde vivo es otro problema.
Parece un brazo que, iniciando en el oeste, se tuerce de
pronto en un ángulo de 90 grados al norte y no hay alumbrado público. Es oscuro
y a veces encontré a parejas en pleno jaleo o a personas ebrias, meando o
cagando. Solo una vez ese tramo fue considerado peligroso, cuando dejaron un
cuerpo decapitado en una bolsa de yute, justo en ese ángulo interno de la
calle.
Es un lugar cargado de energías negativas; se siente esa
densidad en el ambiente...
Mas esa noche de lunes sentí ese racimo de energías, como
nunca antes sentí pavor en mi vida.
Extrañamente mis perros (tres mayores y cuatro crías), que
siempre son bulliciosos y que me perciben desde antes de estar en la avenida
donde inicia mi calle como un túnel pútrido de oscuridad, no ladraron cuando di
la vuelta al ángulo interno de la calle.
Supe de pronto por qué estaban silenciosos.
Un Pepino estaba en medio de la calle: traje blanco y verde.
Las luces de los postes que estaban a dos cuadras de mi calle, le daban un aire
macabro.
Agarraba una botella de ron en la mano derecha y un vaso de
plástico en la izquierda.
Estaba erguido, como esperándome.
Me aproximé. Mi casa estaba más allá de donde él estaba
parado.
Quise esquivarlo, pero en tres movimientos me cerró el paso.
Todo eso lo hizo en absoluto silencio.
—Buenas noches —me dijo con una voz grave.
Este detalle me sobresaltó tanto que no pude evitar
retroceder un par de pasos; los Pepinos hablan con voz chillona, como los
Chutas.
Los ojos de su máscara albiverde no se apartaban de mi
rostro.
Se pasó a la mano izquierda, que ya tenía el vaso de
plástico, la botella de ron y me extendió la mano derecha, en un intento de
saludo cordial.
“No lo hagas no lo hagas no lo hagas no lo hagas no lo
hagas”, apareció la frase en mi mente.
—Permiso, por favor —titubeé—, quiero pasar.
—¡Buuuueeeenaaaas nooocheeessss! —dijo, ahora levantando su
voz gravísima en un pedido tan tosco como amenazante.
—Buenas noches —dije, y le extendí mi mano abierta.
Me la sujetó con rapidez.
Cada dedo de esa mano apretó la mía con mucho énfasis, acaso
desesperación. Sabía que de pronto él me la bajaría para sobarla contra su
entrepierna, así que hice fuerza para soltarme y seguir mi camino.
Esquivé al Pepino y vi de reojo que giraba todo el cuerpo
hacia mi dirección, como acompañándome con la mirada.
—Vecino —dijo este, ahora con una voz familiar—, ¡buenas
noches!
Reconocí, en efecto, que era la voz de mi vecino y giré para
verlo.
El Pepino levantó su máscara y me sonrió.
Tenía los ojos irritados. Como si hubiera llorado.
—Servite pues conmigo, por favor —dijo.
—No estimado —le dije—, te agradezco, pero me temo que no
puedo beber; estoy con medicamentos.
El rostro de mi vecino dejó de sonreír; se me acercó con
pasos apresurados hasta quedar a centímetros de donde yo me encontraba.
—Te cuento que me he peleado con mi mujer. Se ha enojado
porque estoy bebiendo desde ayer.
Por el olor de su aliento, obviamente no mentía.
—Andá a descansar nomás, vecino —le sugerí.
Me miró un buen rato, sin decir nada más.
Y en ese instante entre que iba a romper el silencio,
comenzó a llorar.
Apoyó de golpe su frente en el pecho de mi abrigo, sin pegar
su rostro.
—Yo harto la quiero —sollozó en esa posición; su máscara,
subida a su cabeza, parecía que me miraba desde esa posición—, ¡trabajo como
perro y no me lo valora nada mi esfuerzo, nada siempre! Sigue pensando que soy
una mierda, y no pues, no puedo aguantar el tomarme solito, vecino...
Siguió llorando con la frente contra mi abrigo. Las lágrimas
caían directamente de su rostro al barro.
—Calmate che —le dije, como reprendiéndole—, mejor andá a
descansar, que mañana ch´allaremos juntos, tanto tu casa como la mía, somos
vecinos y como vivimos lado a lado, yo te voy a ayudar.
—¡No me comprende, vecino, reniega nomás! —seguía llorando,
con la voz más alta que antes y la ira más notoria—; ¡me culpa porque no
podemos tener hijos!
—Pero eso es pues normal en las mujeres —dije, como
aventurando a que me diera la razón—; pero andá a descansar, che, jefe, que va
a llover y te vas a enfermar.
En ese momento levantó el rostro moreno, brillante y
desgraciada su apariencia, carente de raciocinio sus ojos; moradas mejillas por
las lágrimas, el alcohol y la falta de atención.
—¡Me culpa por ser inútil, que no gano bien, que no soy un
buen hombre, que...!
Le puse la mano libre sobre el hombro.
—¡A ver ya no te amargues, che! —le dije con firmeza,
intentando no identificarme con su tristeza; hacía un par de años me había
separado de Karen, aunque por razones distintas—, lo van a solucionar con
calma.
—¡Qué culpa tengo de no poder darle hijos, vecino, a ver
dime! —sollozó con desesperación—; ¡le doy de todo, trabajo, no me meto con
otras, me paso como un cojudo diez horas en mi puestito de la Tumusla y me riñe
como si fuera su wawa!
No pude decirle nada. Dejé que siguiera llorando, rostro
ahora gris por la falta de aire, o el exceso de pena; moco sin censura, labios
como llantas pinchadas de bicicleta. Lloró un par de minutos así. No lo
interrumpí.
Después de casi diez minutos, mi vecino dejó de llorar.
Asintió con un movimiento brusco de cabeza y apretó los
labios en un gesto como de angustia. Se bajó la máscara y caminó directo hacia
el garaje de su casa.
—No pelees con tu mujer —le dije.
Él dirigió su rostro cubierto hacia mi dirección. Incluso la
máscara que llevaba, con su sonrisa ahora retorcida, se notaba triste.
Abrió la puerta del garaje y entró con lentitud.
Me quedé ahí un rato; como no salía, caminé hacia la puerta
de calle de mi casa y entré.
Con sorpresa, noté que mis perros estaban aún en sus casitas
de adobe. A pesar de lo que les llevaba, no habían salido para recibirme.
Encendí la luz del patio y recién miré mi mano derecha.
Había rastros de sangre en la palma.
Había rastros de sangre en la palma.
En ese momento escuché los gritos.
El primero fue terrible, como cuando uno hace caer la
vajilla y esta se hace añicos en el suelo: cada fractura se expande en estrías
de sonido, como una explosión; a continuación, vino el segundo grito, esta vez
casi ahogado; una mano parecía querer acallarlo.
En el tercer grito noté claramente que una voz femenina
pronunciaba con esfuerzo: “¡Auxilio!”.
Miré hacia el balcón que mi vecino había construido y que se
notaba claramente desde mi terreno. De allí habían salido los gritos.
En ese momento solo hubo silencio.
Algo estaba mal.
El silencio siempre es una tregua para que suceda algo mejor
o peor.
Así que me quedé en suspenso. El silencio fue tan antinatural
ese momento, que cuando escuché el cuarto grito, mis perros se pusieron a
aullar desde dentro de sus casitas.
Fue terrible. Era como si ellos supieran lo que estaba
sucediendo exactamente en la casa vecina, y parecía que me pedían, mediante sus
aullidos, que hiciera algo al respecto.
El quinto grito obligó a mis perros a salir de sus casitas, a
mezclar los ladridos con los aullidos y a dar vueltas en sus lugares,
enloquecidos; ¡hasta los cachorros estaban así!
No obstante, enmudecieron al escuchar el otro sonido.
No, no era un grito. Era una mezcla de grito y de alguien
haciendo gárgaras, solo que ambos salían de la misma persona.
Fueron diez segundos que nos la pasamos escuchando aquel
ruido de pesadilla; todos mis perros tenían sus hocicos erguidos, olfateando
algo allá arriba, en el balcón de la casa de mi vecino.
Por último, silencio.
Mis perros volvieron a sus casitas con sus colas entre las
patas, los cachorros gemían y se tropezaban, pero igual entraron y se quedaron
todos silenciosos.
—¡Qué pasa! —grité hacia el balcón.
Silencio.
—¡Qué pasa, carajo! —volví a gritar, ahora molesto—, ¡dejen
de pelear o llamo a la...!
Lentamente, casi como si se tratara de una obra de títeres,
del borde del balcón apareció una mano temblorosa y roja que agarraba un
cuchillo, también teñido en sangre.
Estuvo así unos segundos, mano y cuchillo quietos, hasta que
la cabeza de mi vecino, que aún tenía la máscara de Pepino puesta, emergió en
silencio por el mismo lugar.
Se quedó mirándome con los ojos falsos de la máscara, hasta
que noté las huellas de sangre y la sonrisa como una curva roja perfecta.
Cuando me di cuenta que miraba el límite de nuestros patios,
como si planeara saltar hasta donde yo me encontraba, mis perros comenzaron a
aullar, pero sin salir de sus casitas de adobe.
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Fuente original:
Foto Cordero.
Comentarios
Muy real. Sabemos que a diario, en algún lugar del planeta está sucediendo algo similar y nos aterra pensar que tal si...
En resumen: me hizo el día. Ahora que ha oscurecido no pienso ir ni a comprar pan. Mi vecino sale a fumar su cigarrito de las 7pm y me mira con sus ojitos sospechosos (es oriental) Me lo imagino de pepino.
He decidido no apagar la luz de afuera.