Lo peor de esta ocupación es que hay demasiada gente que se
siente atraída por ella, y en consecuencia, la competencia resulta excesiva.
Edgar Allan Poe, Un hombre de negocios.
1
Siempre necesité dinero.
Sí, es que nunca fui del tipo de persona que está divinamente acomodado en un
empleo por sus eternas influencias, ni tampoco del tipo activo de la clase
trabajadora, acostumbrado a levantarse a las cinco de la mañana para empezar a
soldar catres o lijar lomos de autos brasileros. Era, como quien diría, un
perfecto inútil, y no me siento culpable por decirlo. Siendo francos, escribir
es lo único que, hasta ahora, ha llegado a gustarme completamente, por eso creo
que he nacido para hacerlo.
Desde mis seis años, por ejemplo, sujetaba el lápiz como un
maestro: rayaba, dibujaba y garabateaba, hasta que mis padres se veían
obligados a castigarme cada vez que descubrían mis trabajos plasmados en las
paredes, en los muebles, en los materiales de tapicería del taller de papá, y
bueno, en todo lo que me rodeaba.
Después de innumerables palizas, y al darse cuenta de la
inutilidad de aquellos recursos, por fin me compraron cuadernos.
Mi infancia transcurría con lentitud pero avanzaba sin
chistar, y las preocupaciones, aunque todavía no horadaban mis pensamientos,
estaban allí y yo las conocía muy bien.
La televisión fue la primera en enseñarme que los escritores
eran tipos de camisas oscuras, peinados afeminados y que, en la mayoría de los
casos, vivían en Perú, Argentina o en cualquier otro país, menos en Bolivia.
Así, mi infancia pasó y la adolescencia se convirtió en un
espacio de constante duda por haber escogido una carrera tan compleja. Por
momentos creía que todo era culpa de los genes y que debía ser realista: todos
mis hermanos, parientes y no parientes pero casados con mis parientes y que
ahora eran considerados, lamentablemente, mis parientes, eran obreros. Algunos
eran tapiceros; otros, mecánicos; otros, albañiles, y así, la lista se
arraigaba hasta mi tatarabuelo, que fue uno de los panaderos que inventó la
famosa marraqueta durante los años de la guerra del Pacífico y que ahora
parecía lanzarme, desde el pasado, toda su mala suerte... Pero esa es otra historia...
¡Ah! ¿A que no parece un buen inicio para un cuento? Un
antepasado famoso, que parece manejar desde la tumba el futuro del tataranieto
desafortunado...
Lo mío era harina de otro costal.
Es demasiado difícil ser un intelectual en estos
tiempos en que una carrera técnica es la mejor opción para dejar de ser pobre;
como mi familia, que está en los talleres para vivir en paz, técnica y
mecánicamente (cuando pelean, utilizan la técnica de las herramientas mecánicas
contra la cabeza).
En fin, todos mis hermanos y primos habían demostrado que se
podía volar sin la ayuda de la mamá pájara. ¿Y yo? Yo seguía en el nido,
acosando al destino para que este terminara por anunciarme que no sería nada si
no me esforzaba o, por lo menos, viera la realidad y dejara de perder el
tiempo.
Sí, indudablemente mi destino era el de ser un gran
escritor.
Pero no tenía computadora.
No había dinero para comprar una computadora en qué escribir
y almacenar mis trabajos.
¿Qué podía hacer?
Cientos de concursos habían pasado y mis creaciones ya
estaban quejándose de artritis por estar guardadas en el fondo del cajón.
Cuando cumplí veintiséis años, cien relatos y cuatro novelas
(me enorgullezco de tres relatos de acción con robots y extraterrestres y de una
larga novela escrita a mano, que trataba de un viejo que no podía correr porque
ya era viejo*), sentí la necesidad de mostrarme al mundo de una vez por todas,
y por eso decidí pedir un crédito.
Pero, ¿para qué arriesgarme?
Muchos de mis amigos habían dicho que mis cuentos les habían
fascinado**, por eso valía la pena arriesgarse: yo ya sabía que les
fascinaría mi talento y mi genio, pero me sorprendió escuchar sus halagos.
Para el efecto, mis padres me ayudaron con la garantía, y
sin tanto papeleo ni demasiada espera, sucedió. La primera persona que conocí
para llegar al préstamo fue a la “promotora” (así se autoproclamaba esta mujer, aunque mi madre siempre la llamó, por lo bajo, “alcahueta”), quien era fea, y
no exagero cuando digo fea: lo era con esfuerzos superiores a su apariencia. Creo que habría sido, al
menos, un poco atractiva si se hubiera peinado con calma, quitado el maquillaje
de sobra y si no mirase a los demás con ese gesto de soltera-despechada... Pero
no: era fea, y parecía que le gustaba ser así: solemne y formal, siempre hablando
como si masticara coca con vodka ruso a la vez y siempre añadiendo a sus
frases el “por favor” de rigor, ya que todas sus oraciones implicaban
indicaciones, órdenes y sonsacamientos para saber si le entendíamos o no.
Yo no la miré como si fuera un estafador; solo mostré mi
rostro de niño necesitado, y es que, en realidad, necesitaba el dinero.
Ella, como era de esperar, no sonrió.
Era fea, claro, pero hizo bien su trabajo. Por eso me
favorecieron con el préstamo y compré la mentada máquina, sabiendo que estaba
realizando una sabia inversión.
2
El primer concurso de cuento en el que participé, ya con la
computadora como mi mecenas particular, resultó todo un fiasco. Después de
mandar mi cuento, descubrí que había siete errores ortográficos en la primera,
y tres de concordancia en la segunda (y última) página. Pero lo más terrible
fue descubrir que aquel era un concurso que pedía diez páginas por cuento como
requisito mínimo.
Era indignante que en las convocatorias no indicaran el
formato de presentación en las primeras páginas: mandé una carta a los
organizadores del concurso, acusándoles de boicot por no especificar la
extensión, al menos por respeto, en la primera página.
Así, aprendí, como primera lección, que antes de decidir
participar en cualquier concurso, se tenía que leer bien (y por completo) una
convocatoria.
En mi segunda participación, me fue peor. Envié un cuento
extenso que tenía un desenlace dramático muy bueno, y luego noté que en la
convocatoria figuraba una palabra que había malinterpretado ingenuamente:
dramaturgia.
Se imaginarán el papelón.
Mandé otra carta, reflejando mi tremenda decepción, dije que
era una vergüenza que no fueran claros en la cuestión del estilo de la obra al
momento de publicar una convocatoria.
Así, sabiendo que no me responderían, como segunda lección,
compré un libro de géneros literarios.
3
Después de numerosos concursos, noté que me estaban tomando
el pelo, haciéndome pensar que no era tan bueno como creía: si alguien me dice
una vez que soy un estúpido, no le hago caso; pero si muchos me lo dicen cada
vez que asomo la cabeza para escucharles, comienzo a molestarme.
Además, ¿quién
decide qué es bueno y qué es malo? A muchos les gusta lo que escribo.
Se diría que participé, injusta e infructuosamente, en más
de diez concursos, invirtiendo en vano lo poco que tenía. En todos esos
“concursos”, el congratulado siempre era alguien ya conocido (con ser famosos
ya tienen un punto a su favor), u otra persona que nunca había imaginado
participar y que decidía usar el dinero para hacer algún diplomado en el
exterior; Bueno, reflexioné: si las personas que no eran tan necesitadas
ganaban concursos, yo no tenía por qué mostrar esa necesidad tan directa para
llegar a una mención por lo menos.
Esa fue mi tercera lección.
La cuarta vino un viernes en la voz de la “promotora”. Tenía
cerca de diez días de atraso en el pago del préstamo, y ella me había llamado
al celular. No gritó, pero su voz tenía un cierto tono de orden y de orgullo
herido. Me disculpé amablemente. Cuando me dijo que no quería ser mal vista por
la institución a consecuencia de mi “dejadez”, le dije que no se preocupara
(pero dentro de mí la mandé al carajo).
A la mañana siguiente deposité el dinero requerido (había
vendido tres chamarras de cuero en el Barrio Chino de La Ceja), y escribí un
cuento, imaginando la vida privada de aquella mujer.
De mis devaneos saqué una teoría: la mayoría de las mujeres
que se denominan “coordinadoras” o “directoras” de algo, no pueden coordinar
sus propias vidas. Se creen tan independientes, que no aceptan una mano de vez
en cuando.
De ahí mi quinta lección: las vidas de los demás no solo
sirven para criticarlas, sino también para escribirlas.
Me impresioné por la claridad de mis pensamientos.
Comencé a escribir cuentos así de complejos: que reflejaran
la vida de alguien y que de ahí se sacara una teoría: los hombres siempre hablan
de política cuando llegan a los cincuenta; los estúpidos critican la forma y no
el fondo de un cuento; los padres que tienen hijos inteligentes, los odian en
secreto, etc.
Pero lo que no me dejaba escribir en completa inspiración,
era que todavía no sabía de dónde sacar el dinero para las cuotas que se
avecinaban como una avalancha de nieve tibia y enferma.
Y lo peor de todo: eso me atormentaría cada fin de mes.
4
Necesitaba dinero. Se aproximaba el siguiente concurso y
estaba desesperado. Y también necesitaba escribir tranquilo, sin deudas, sin
problemas.
Todavía no escribía mi obra maestra. Y necesitaba escribirla
tranquilo, como todo artista crea... sin ser perturbado nunca...
No había ganado ningún concurso porque, estaba seguro, había
sido ignorado por ser tan complejo. Dentro de cien años nacería gente con mis
pensamientos, con mi percepción de las cosas. Gente que valoraría mi trabajo,
que leería mis escritos y entendería. Gente que inmortalizara mi obra maestra.
Bueno, hasta entonces, no tenía trabajo ni dinero. Y el
tiempo se desplazaba como si fuera hecho de viento: la fecha de vencimiento del
préstamo estaba a la vuelta de la esquina y ya no tenía chamarras para vender,
y, para colmo, mi computadora se había infectado con un virus que parecía
venéreo.
Debía bajar la cabeza y pedir ayuda a mi familia.
Acompañé a mi padre en un contrato de tapicería y gané un
poco de dinero, el cual me aseguró tres meses sin la presión del banco y,
durante todo ese trajín, me sorprendí notando que, prácticamente, había
abandonado mis jornadas de escritura.
Debía volver a mi rutina porque valía la pena seguir; mis
últimas creaciones estaban muy bien, y más que todo la historia de la
“promotora”: de su vida aburrida por estar todos los días haciendo lo mismo, de
su virginidad entregada a plazos a algunos de sus colegas y de su ego cuando
alguien trataba de flirtearla porque ella estaba destinada a ser feliz por el
azar. Leí el texto y aunque me gustó mucho, creí que necesitaba más acidez. Lo
corregí una, otra y otra vez hasta pensar que no era un cuento, sino un
conjunto poético y frío de palabras (y así lo era) referidas a una mujer que
era fea, soltera y exigente.
Pensaba que estaba en buen camino.
Estaba creando un cuento inolvidable, impasible, inmortal.
Al fin, me dije, al fin estoy en mi elemento.
5
Con el entusiasmo en el corazón, comencé a averiguar sobre
concursos más prestigiosos y limpios, y donde el jurado fuera más inteligente
(o sencillamente menos insobornable).
Escribí y corregí mucho más, y los tres
meses pasaron como un suspiro. Estaba a mitad de la composición de mi novela
que trataba sobre un muchacho irresistible pero pobre que debía una
considerable cantidad de dinero al banco, y que decidía escribir una novela
para ganar un concurso para, así, poder librarse de la deuda, y que finalmente
la ganaba porque los jueces estaban a su altura intelectual, permitiéndole a
él, de esta manera, iniciar una carrera exitosa, compartiendo con el mundo su
genialidad.
Y de pronto, por casualidad, encontré una convocatoria en un
pedazo de periódico que iba a servirme como papel higiénico.
Si ganaba, mi lío monetario acabaría.
Preparé el relato titulado “La promotora”. Le di una
profunda revisión, pero antes leí con cuidado la convocatoria y llamé a
informaciones para que me recalcasen los detalles que no comprendía (aprendí
qué significaba la palabra plica); compré mucha tinta, papel e imprimí el
cuento.
Hice cinco copias más.
Compré dos sobres, preparé la carta y gasté siete bolivianos para quemar una versión digital en un CD, hice anillar las copias y el original del cuento y
fui a dejarlas a la Biblioteca Municipal.
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Seguro de mí mismo, esperé los resultados durante tres
meses.
El concurso se declaró desierto.
Perdí, al igual que ciento cuarenta y nueve participantes.
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Ciento cuarenta y nueve personas no habían ganado, y entre ellas
estaba yo.
Me fue difícil aceptar semejante verdad... yo, ellos,
nosotros quedamos sin premio, ni presentaciones de libros ni fiestas en antros
jailones ni nada parecido.
¿Qué se supone que harían con el dinero del premio?
Y yo, para colmo, hice cuentas: gasté cincuenta bolivianos
en todo el trámite: las impresiones, el sobre, la copia digital, los pasajes y
un helado.
¡Carajo, cincuenta bolivianos a la nada!
Me había dicho que no creería nunca en los concursos, que
los jurados eran unos tipos que no sabían nada de nada, que más que saber,
aprobaban a quienes les hacían el favor, que eran una manga de...
Me tranquilicé por un momento: al menos nadie había ganado,
confirmando que mi relato “La promotora” estaba bien. Dos días más tarde, mis
amigos, indignados porque yo no había ganado, me dieron la razón: aquel relato
era una obra maestra.
Pero a pesar de serlo, eso no quitaba mi preocupación: los
tres meses pagados ya habían pasado y yo seguía sin dinero.
8
Una mañana, la “promotora” me llamó al celular. No contesté.
Tenía casi la mitad del monto y ya estaba con un atraso de más de diez días. No
sabía de dónde más sacar dinero.
Esa noche no había podido dormir. Rondando por las calles, a
las dos de la madrugada, cavilando, preocupado por mi deuda y por mi futuro,
fui sorprendido por un viejo borracho que circulaba por las calles de Villa
Dolores. Traté de evadirlo.
El borracho se me acercó (siempre pasa lo mismo), y me
preguntó si estaba interesado en ganar algo de dinero. Le miré, tratando de
encontrar en esos ojos el chiste oculto o las intenciones obscenas.
Reconocí ojos soñolientos. Nada del otro mundo.
Accedí, recalcando que no era maricón y que me emputaba
rápido si me presionaban.
Me señaló un portón rojo, con púas en su cúspide. Me dijo
que trepara y que, por favor, abriera por el otro lado porque había perdido sus
llaves.
Dudé un momento (había visto cientos de veces películas en
las que una ayuda terminaba en una carnicería); el borracho me dirigió una
sonrisa de Papá Noel y movió la cabeza, animándome.
Llegué con cierto trabajo arriba, di la vuelta al portón, y
pude descubrir, casi sin respiración, que un rotweiller me sonreía (¡sí, me
sonreía el gramputa, pero no tenía nada de gracia!), desde el otro lado. Estaba firme, con
sus cuatro patas y su fría mirada clavada en mi humanidad, y la distancia entre
sus mandíbulas y mi culo era de tan solo cinco metros: dos de altura y tres de recorrido.
Dudé un poco. Miré al hombre, que seguía sonriéndome. Necesitaba el dinero. El
perro comenzó a acercarse, gruñendo. No me importó. Usé mi pierna izquierda
para deslizar la cerradura (colgado todavía del portón), y traté de subir para
salvarme.
Pero ya era tarde...
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¿Saben qué sucedió después?
¿Quieren saberlo?
Pues cómprenme el libro cuando lo publique.
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Aunque no tiene nada de increíble, ya conté casi el setenta
y seis por ciento de mi historia, y creo que debía haber puesto muchas otras cosas,
detalles, datos ocultos, no tantos guiños, ya saben. Ahora mismo estoy acabando
una nueva novela, semejante a esta confesión, y me preocupa saber si estoy en
buen camino o no, y cuánto voy a gastar en todo.
Gracias a mi padre, trabajo atendiendo una tienda a tres
cuadras de la Ceja. Entro a las nueve de la mañana y salgo a las tres de la
tarde. Ahora sí tengo tiempo para leer (debo hacerlo: sexta lección). Y aunque
debiera estar tranquilo, mi preocupación por escribir se hace cada vez más
intensa.
Pero eso no quita que tenga más historias que contar.
Hace una semana o más, mientras estaba sentado en la
banqueta de una plaza, tratando de tragarme la tarde porque eran recién las
cuatro, reconocí a la “promotora” paseando junto a un tipo no tan feo, ambos
bien amarrados por las cinturas, con sus sonrisas y con un dinero que de seguro
gastarían esa tarde en algún lugar privado. A pesar de que ella mantenía su mirada
virginal y amargada, parecía hermosa. Entonces construí una nueva teoría: quizá
ambos fueran feos, feos a morir, que solo mostraban su esencia de fealdad por separado, y cuando estaban el uno al lado de la otra, podían complementar su fealdad y
transformarla en algo agradable.
Como en la matemática: menos por menos, más.
Me di cuenta, entonces, que había escrito su relato
creyéndome el lindo. ¿Será eso una lección de vida? ¿La séptima lección?
¡Bah!
Ahora mismo, paralelo a la novela del joven escritor
triunfador, trabajo en un libro de cuentos, que bauticé con el nombre de “Los Rechazaditos:
Antología de cuentos incomprendidos”, fumo, y a veces bebo. Necesito tiempo
para pensar qué más podría escribir, y vivo esperanzado con ganar un premio de
novela que sé que nunca llegará (Tercera lección: no tengo por qué mostrar
necesidad para ser reconocido).
A veces me siento muy obsesionado por llegar a
la perfección, porque, maldición, cada vez que reviso un escrito considerado
definitivo para la impresión, me doy cuenta de que las palabras subrayadas en
verde o azul que la pantalla de mi computadora me muestra, son palabras escritas
erróneamente o descubro, leyendo el periódico, que unas palabras en tiempo
pasado llevan acento al final y que en mis escritos no estaban así. Y cuando mi
padre me pregunta si me he enterado de los resultados de algún concurso, niego
con la cabeza, esperando que ya no pregunte; y cuando me pregunta que qué se
supone que escribiré una vez que termine la novela, o cuando he terminado un
relato y me ve perdido en la nada y me repite la pregunta, y escucho las mismas
palabras y la mirada interrogante, pienso en que todavía no surge una
generación inteligente que llegue a comprenderme, y que, cuando lo haga, todos,
historiadores, literatos y demás, dirán con admiración: Ahí va el señor Dustin
Canqui, el literato a quien todos nosotros deberíamos leer pero que no merecemos porque somos mediocres; el famosísimo
Dustin Canqui, que escribe tan bien, que hipnotiza...
Pero de pronto me pongo a
pensar en los errores de la novela que envié en abril, en la “promotora”, en su
novio y en la fecha del plazo para el depósito... y cuando esas ideas se me
meten en la cabeza, solo puedo decir:
Mierda.
Y cuando dejo de pensar en todo eso, solo queda la palabra.
¡Mierda!***
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*La novela se titula El perrito rió, y será publicada Post
Mortem.
**Hice un sondeo y a un noventa por ciento de mis amigos les
gustó mis trabajos. Tal como lo esperaba, el sondeo certificó que estaba
destinado a la posteridad en el mundo de la literatura.
***¿No les parece un final excelente? ¿Un final original?
Creo que no existe un final tan contundente en toda la literatura universal,
¿verdad? Ése es mi máximo consuelo: saber que puedo ser original, en todo
sentido, sin necesidad de influencias. Y de seguro, después de que lean esto,
esa mi expresión se inmortalizará.
Comentarios
Muy buen cuento. Felicitaciones
Un saludo fraterno desde Chile