por Daniel Averanga Montiel [1]
«(...)Aquí todo el mundo está postulando a la inmortalidad,
empecemos por el hecho de que la inmortalidad no existe, ¿a qué inmortalidad
postulan?, imbéciles, si se va a acabar el sol, se va a acabar Shakespeare, se
va a acabar Cervantes (...) La literatura es tremendamente cruel en ese sentido
y todos estos escritores, pero todos, hasta el más infame, quiere reservarse su
trocito de perdurabilidad, de inmortalidad, cosas que no existen; es como si
creyeran en el viejo Pascuero y además, como si creyeran en el viejo Pascuero,
con obras que están muertas ya desde el nacimiento...»
Roberto Bolaño, segunda entrevista en el programa chileno Off the record, 2001.
Hace cuatro años una persona que publica libros (temo
arriesgarme a decir que es escritor/a) me pidió contactos directos con algún
“colegio humilde” de la ciudad de El Alto para ir a “donar” una edición de su
reciente “novela de aventuras”; tenía la predisposición de regalar doscientos
ejemplares y entonces el dicho: “Cuando la limosna es grande, hasta el santo
desconfía” adquirió en ese momento, para mí, un matiz de verticalidad mesiánica:
yo sabía muy bien que esta persona quería hacer todo esto no porque fuera buena
gente, sino con el fin de alcanzar notoriedad mediática y, a la larga, cierta
fama.
Regalar libros para que se fijen en ti, eso sí que suena a
desesperación y a que esa persona tenía, literalmente, una insaciable hambre de
fama.
Roberto Bolaño, por ejemplo, explota contra aquellos que
buscan atención a través de las letras; es decir, contra esa gente que desea
ser nombrada o “no olvidada” más que sus propias obras. Imbéciles, asevera
Bolaño, “la inmortalidad no existe”. Ojo que él dijo esto luego de ganar el
Premio Herralde y el Rómulo Gallegos de novela por “Los detectives salvajes”.
La fama, esa musa que no lo es y que ciertamente tiene
esencia de espejismo, puede hundir potencialidades literarias...
Dejemos un instante breve, brevísimo, a los que quieren ser
famosos a la fuerza y vamos a analizar cuando el hambre de fama se ve de manera
institucional, no solo a partir de la iniciativa de los mismos autores, sino a
través de terceros que solo buscan vender y, sin pedir permiso a los propios
autores, hacen cambios a la obra impresa de estos últimos, como en el prólogo
de “Altiplano” de Raúl Botelho, en donde se menciona que este autor había
enviado la novela a concursar a cierto premio de novela organizado por una
editorial foránea en 1941, obviamente perdiendo frente a “El mundo es ancho y
ajeno” de Ciro Alegría; en este desacertado prólogo se dice que “Altiplano” es
una versión más comprimida (y por lo tanto, “buena”) de la obra de Alegría,
argumentando que tratan casi de lo mismo y que, si bien no ganó nada ni se la
mencionó entre los finalistas, “Altiplano” sí tenía mucho potencial para ser un
clásico frente a los lectores; esta “estrategia” de la editorial (Juventud,
hasta 1987 tuvo su décima edición sin suprimir este prólogo), tiende a
incomodarnos un poco solo hasta que leemos la novela de Botelho y descubrimos
que es buena, que la Warisata vista como Jatun-Kolla de Botelho se ganó su
sitio en las letras bolivianas, ergo: que no era necesario mencionar aquel
intento de prestigio, sino dejar que el mismo lector se diera cuenta de ello.
Algo ligeramente distinto sucede con la novela “Los
deshabitados” de Marcelo Quiroga Santa Cruz (edición de 1995 de Plural), que
fue “galardonada” en 1962 (luego de cinco años, dado que su primera edición fue
en 1957) por The William Faulkner Foundation como “a notable novel” (Prada
Oropeza lo afirma en la Revista Iberoamericana, Vol. LII, Núm. 134,
Enero-Marzo, 1986); la edición de Plural muestra, en la contraportada, la
fotografía, la biografía, el breve texto de presentación del mismo Quiroga y,
debajo de todo esto, el mencionado diploma, sin explicación alguna, salvo que
pueda verse para que el lector se interese y la compre. Si bien se reconoció de
manera justa a esa novela, no se me ocurre pensar en otro gancho para exponer
ese certificado que el de vender el libro como prioridad; al final, la novela
es excelente, todos los que la hemos leído lo sabemos; obviamente las nuevas
ediciones de Plural no muestran dicho diploma en las tapas.
(Diploma justo abajito del texto)
Más allá de las estrategias editoriales mencionadas o esas
otras alternativas comerciales en las que tildan a autores de ser Best Sellers
(“esta novela conmoverá tu corazón”) o ganadores de algún premio que no necesariamente
esté relacionado a las obras que se ofertan (“Por el autor que fue ganador de
tal o cual premio en tal año”), se comprende que las editoriales necesiten
vender sus productos, ya que para ellas el prestigio de las obras que venden se
apoya, un poco pero de manera relevante, en las figuras que proyectan sus
autores: persona civilizada, amable, camisita planchada y apariencia de lumbre
para guiar al pueblo ignorante, “...ah, y nada de p´aspas desconocidos, ni
Apazas o Macusayas, si ellos quieren publicar literatura, que se abran camino
concursando pues: derecho de piso se llama a eso”.
Y acá llegamos al punto central de la “funcionalidad del
escritor”, visto en Bolivia (y quizá en todo el mundo) como una visión
idealizada del escritor como un ser ajeno a la realidad, pero que puede opinar
sobre la misma.
Muchos piensan que escribir es una especie de coronación
social, que la amabilidad del escritor será interpretada como inteligencia, que
su imagen será el modelo de persona a seguir, pues si lo tildan como tal,
obviamente lo admirarán y escucharán siempre. Y me encuentro con ciertas
iniciativas culturales en las que
escritores invitados responden a preguntas varias, como si estuvieran
ahí por saber hablar más que por saber escribir: ¿qué sugieren en esta época de
pandemia por coronavirus?, ¿cómo se puede alcanzar la felicidad?, ¿ustedes
también desean al mundo la paz mundial?, como si los escritores fueran médicos,
concursantes de belleza o politólogos especializados.
Se idealiza tanto al escritor, que los hambrientos de fama
quieren ser como la imagen que idealizan...
Personalmente estoy harto de ese otro dicho popular que
afirma que “Los mentirosos medran”, y que es terriblemente actual en el mundo
de las letras, no tanto porque muchos de los que se consideran escritores sean
mentirosos (de hecho todos los escritores son mentirosos, sin exclusión), sino
que omiten ciertos logros o los tergiversan para aparentar ser superiores o
ideales o experimentados, como algunos de los siguientes desafortunados
ejemplos:
Rudy Terceros, hasta hace un año y medio, no corregía al
club de lectura (CLLP) que organizaba sus charlas, cuando hacían sus banners
digitales y afirmaban que él era “Premio Nacional de Literatura 2013 y 2018”;
Terceros no se molestaba en corregirles que ese premio era “Infantil”, así, con
mayúscula como las otras palabras de su título, quizá porque no le gustaba a él
ser un Premio de Literatura Infantil o tal vez porque él desprecia este mismo
género por el que fue premiado y no puede postular a otros géneros ni ganarlos;
lo que sí sé es que lo más probable fuera que esta “omisión” beneficiara a los
miembros del club de lectura CLLP para sus convocatorias, como la del sábado 8
de junio del año pasado, cuando lanzaron el cursillo “EL NARRADOR EN LA ESCRITURA
CREATIVA”, donde se muestra lo siguiente:
«FACILITADOR: Rudy Terceros
- Escritor paceño ganador del premio nacional de literatura
2013 y 2018.»
Obviamente los del CLLP borraron dicho banner y ya no
trabajan con Terceros, ¿o se habrán atrevido a continuar trabajando con él, a
pesar de los rumores que circulan por ahí de ciertos problemas que el mismo
Terceros tuvo con ciertas personas que participaron en sus charlas?
(Después de que le hicieran críticas por su omisión de la palabra "Infantil" en este afiche, Terceros y compañía completaron ese título)
Hazte fama y échate en cama, dicen.
Carlos Mesa no duda en resaltar que su novela “El soliloquio
del conquistador” fue publicada en México, como si en México no se publicaran
libros de baja calidad literaria, como los de Cuauhtémoc Sánchez o Carlos
Trejo. El “lugar” a veces es sinónimo de “calidad” para muchos de los que
tienen hambre de fama, pero lo cierto es que, chiste de mal gusto de por medio,
basura (y Coronavirus) hay en todas partes, hasta en la China...
Ignacio Vera de Rada, aquel “escritor” y supuesto
“politólogo”, seguidor de Mesa, sobredimensionó algunos de sus “logros”, como
esa vez que dijo que había “ganado” un premio en España (2019), cuando en
realidad su “premio” fue solo un incentivo cuyo botín no era más que la
publicación de unos poemas a cien autores. Muchos de los periodistas, al no
saber qué publicar, se tragaron el cuento e hicieron noticia del asunto,
olvidando a otros autores menos mediáticos que Vera, pero que sí habían ganado
premios en concursos de verdad.
Sigamos.
En la mayoría de los libros de Homero Carvalho se menciona,
en cuanto a su recorrido literario, lo siguiente:
«(...) ha obtenido varios
premios a nivel nacional e internacional, dos veces el Premio Nacional de
Novela con Memoria de los Espejos y La maquinaria de los secretos (...)»
Esto
lo copié de esta última novela de Carvalho, publicada en 2015; mientras que su
biografía en Wikipedia parece decir lo mismo pero con más desfachatez:
«Su primera novela Memoria de los espejos mereció el Premio
Nacional de Novela en 1995. (...) El año 2008 volvió a ganar el Premio Nacional
de Novela con La maquinaria de los secretos (...)».
(Captura de pantalla de la biografía de Carvalho en Wikipedia)
Lo curioso de este caso es la exageración de sus galardones
más que cualquier mentira, ya que Carvalho no ganó ningún Premio Nacional de
Novela en su carrera como escritor; en realidad esas dos novelas alcanzaron el
galardón denominado “Premio Municipal de Novela de Santa Cruz” esos años.
Por cierto, el ex libris de su novela “La maquinaria de los
secretos” (Kipus, tercera edición, 2015) tiene la siguiente frase: “Premio
Nacional de Novela 2008”.
En cuanto a sus premios internacionales de cuento, merecen
mención aparte dos ejemplos: En sus biografías y a su vez en Wikipedia se
menciona que Carvalho ganó el Premio Único Latinoamericano de Cuento, en
México, el año 1981 y el Premio Latin American Writers Institute, en Nueva
York, el año 1989; cuando uno desea investigar y comprobar que así fue en esos
casos, no hay enlaces a la vista. Los únicos lugares en donde se menciona que
ganó dichos premios, salen de las fuentes que el mismo Carvalho presenta en sus
libros. El mencionado premio de México no tiene un nombre propio, lo cual es
raro; el único premio parecido que da México tiene como nombre Concurso
Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés (que ganó Rodrigo Urquiola en 2018) y
se otorga en el municipio de Puebla; por otro lado, el premio Latin American
Writers Institute parece no existir y lo más cercano a lo que Carvalho afirma
en sus biografías es el Latin American Writers Institute (LAWI), organización
que estuvo alojada en el Hostos Community College desde 1992 y que, desde ese
mismo año, organiza un premio parecido (1992, no 1989). Quizá internet sepultó
la memoria de estos dos galardones, ya que son de la década de los ochentas del
siglo pasado, quién sabe; lo cierto es que Carvalho tiene su camino construido
a partir de ejercicio social y de construcción de antologías de cuento y poesía
en las que se incluye obligatoriamente (justa o injustamente) a sí mismo, a su
padre o a su hija y cuando se le cuestiona, responde que tiene mucha
experiencia y que muchos que hablan en su contra lo hacen porque le tienen
envidia por su “gran recorrido” (esto último lo dijo en una “Barricada” que le
hizo María Galindo, cuando era presidente de la Fundación Cultural del Banco
Central de Bolivia, hace poco más de tres años)...
Ser perdurables, ser inmortales, ser imperecederos, ser
punto de atención mediática o ser necesarios, muchos están desesperados por
adquirir esos títulos que son como las ropas del emperador.
Pero, ¿de qué sirve tener semejantes títulos? ¿Qué de
especial tiene el Príncipe Carlos, por ejemplo, para ser superior a los demás?
Poe decía lo mismo en una de sus frases más ácidas: “El mejor jugador de
ajedrez del mundo no puede llegar a otra cosa que ser simplemente el mejor
jugador de ajedrez”.
Recientemente me preguntaron cuán valiosos somos los
escritores en esta coyuntura de la pandemia; le respondí a mi interlocutor que
un solo médico o enfermera eran más importantes y valiosos que 1000 imbéciles
que se hacían pasar por escritores o, al menos, por 100 escritores de verdad.
Mentir o exagerar para ser famosos, eso sí es patético, ¡y tomando como punta de lanza a la literatura, a ver!
No pues, la literatura no es garantía de inmortalidad. De
hecho es el arte más perecedero y cruel para quienes alcanzan algo de atención
de la gente que no escribe pero que sí lee; ¿por qué o para qué buscar la
perdurabilidad de la memoria colectiva desde un arte que no perdona a casi
nadie?
Investiguemos un poquito los finales de Howard P. Lovecraft,
Emilio Salgari, Yukio Mishima, Cesare Pavese, Jack London, Primo Levi, Stefan
Zweig, Reinaldo Arenas, el más ignorado John Kennedy Toole o nuestro Crispín
Portugal, para decidir si seguimos con esta ínfula de escribir, de mirar al
horizonte con una pluma entre los dedos, cerca del mentón, mientras aparentamos
estar absortos por nuestra inteligencia, nuestra superioridad intelectual...
Recuerdo, con cierta malicia, la película “About Schmidt”
(de Alexander Payne, 2002), en la que el protagonista, Warren Schmidt (Jack
Nicholson) visita a su yerno Randall (Delmot Mulroney), y observa por un
momento una pared de su sala de estar. Ahí encuentra un par de diplomas
lujosamente enmarcados que Randall le señala con orgullo, pero que para Warren
muestran una triste a la par que risible realidad: no son premios ni diplomas por
la exitosa finalización de ciertos estudios académicos; son, en realidad,
certificados de participación en seminarios y conferencias... Así buscan
algunos la fama como escritores en Bolivia.
(Un de las escenas de la película que cierra este artículo)
[1] Daniel Averanga: Escritor o aspirante a la fama porque tiene hambre (Oruro, 1982). Ganó dos
premios locales, uno de novela y otro de historieta y se enorgullece de eso, además de que sean locales los premios. Se dice que amenazó previamente a los jurados con
carnearlos si no lo elegían como ganador. Se enorgullece de esto último
también.
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