Dedicado a la memoria de mi querida e
inolvidable Cecilia Mallea Blanco
2012 fue el año que visité por última vez
los puteros de la zona 12 de octubre. Aquella noche fui junto a Lucio, un amigo
que degeneró en pseudoartista: llevaba su saco bordado de lanitas de aguayo,
tenis bicolor, lentes tipo Alex Sintec, un peinado a la huevada, ropa y
adornitos típicos de sujetos que van a los antros culturales de Sopocachi;
verlo vestido así, en ese barrio, en medio de tanto pajero desesperado y
todavía en viernes, era igual a encontrarse, flotando en la superficie de
garapiña de tu tutuma, a un moscardón: su atuendo serviría como le sirve el
olor a culo a una perra que está en celo, pues era claro que atraería, no solo
a perros de las casas colindantes, sino a cogoteros robustos, morenos y
agresivos, cual nueva Harlem hambrienta de calor y de solaz.
Lucio era el punto de atención, o como
decía Facundo Cabral, el boludo de referencia: “¿Ves a ese boludo? Al lado está
mi novia”.
Pues bien, Lucio caminaba con su brazo
soldado a su bolso amariconado, donde supuestamente se encontraban su cámara
digital, sus memorias de almacenamiento y su material básico para hacer no sé
qué cosas de arte conceptual. Miraba de un lado a otro, los ojos como platos,
las sienes abrillantadas por el sudor y la boca entreabierta, como si fuera un
Louis Armstrong clasemediero: sudor y emoción a mil por hora, sin sutilezas,
cual virgen blanca en dictadura congolesa o muchacha de la high en local de
fiestas de la Entre Ríos.
Lo cierto es que, como todos notaron la
presencia de mi amigo, yo solo pude susurrarle, ya cuando salíamos de aquella
zona llena de antros y de cachilos:
—¡A ver, no mires como búho a todos, cojudo
y mierda! Vamos con calma.
Lucio se tranquilizó cuando llegamos a la
calle 6 de la zona 12 de octubre y subíamos, sin pausa, hasta el corazón mismo
de La Ceja. La visita a los puteros fue solo para ver qué ondas. En mi caso, si
soy sincero, nunca me atreví a consumir nada en esos lugares, ni trago, ni
maca, ni un servicio salido de mi soledad. Puedo decir, en mi afán de
observador, que sí conocí a ciertas mujeres que trabajaban allí, porque las
necesitaba como informantes para escribir “El libro como prostituta”, un ensayo
de hace casi una década y que se puede descargar gratis por internet; conocí de
vista a ciertos “chulos” y, en ciertos momentos, a muy pocos traficantes de
hierba. Nada del otro mundo. A mí me daba igual si eran buenos o malos, justos
o corruptos; con tal que no me molestaran; al final, todos estamos acá para ser
felices, estar cómodos o irnos directito a la mierda, lo que suceda primero.
Esa noche Lucio pudo conocer lo que tanto
describía en sus intentos de ficción. Su rostro se relajó muchísimo más en la
calle 2, donde los antros eran de baile y chupa y estaban atestados de
adolescentes que, vestidos con ropas coloridas, buscaban divertirse, salir de
la rutina, del cansancio del trabajo forzado o escapar de lo que fuera que los
atosigaba.
Podría llenar un cuaderno entero, sin
saltarme el interlineado, únicamente con los nombres de la gente que me
encontré allá, en todas mis visitas, desde que había cumplido la mayoría de
edad, carnet en ristre y a mi Andrea (barra de metal con mango de cuero)
mimetizada en el antebrazo, presta a romper caras por si acaso. Los espacios
color tumbo, rojo y verde, con olor a perfume genérico, canela, eucalipto,
cerveza, alcohol de quemar y estufa a gas, no significaban más que elementos
informativos para lo que quería escribir, salvo por, luego de un tiempo, la
mirada de las putas. Aquellas miradas fueron mi más terrible descubrimiento,
después de los falsos corderos y de la lectura como forma de verdad, a pesar de
la farsa que era la ficción. El ahogamiento de un hombre mar adentro, sin
esperanza de salvación, es la metáfora más triste y real de la vida. La
escribió Victor Hugo, por supuesto, cuando quería que el lector entendiese la
situación de Jean Valjean, al principio de su obra cumbre; igual que aquella
metáfora, encontré rostros bellos de mujeres que vendían su cuerpo y que,
fatalidad tras esto, no tenían brillo ni profundidad en los ojos.
Verlas a las caras, que ellas te vean
directamente y que no logres encontrar vida en esos ojos es una experiencia
terrible, porque sabes que ellas son conscientes de lo que te das cuenta al
mirarlas...
Así como Lucio, muy poca gente me acompañó
a El Alto (o a la zona 12 de Octubre) para ver la otra cara de la llamada
“ciudad dormitorio”: Cecilia de Marchi Moyano, por ejemplo, aceptó en 2016 que
fuéramos a comer un pollito a las brasas en una especie de pensión-oasis, una
noche de sábado de 2016, entre las calles 2 y 3, paralela a la avenida 6 de
Marzo, justo en el lugar donde rebalsaban feromonas inquietantes de
adolescentes que se rompían el culo de lunes a viernes, para romperse el culo
los sábados, pero con gusto, en la disco o después de esta; Cecilia no actuó
como Lucio. Es más, le interesó mucho el movimiento de la gente por esos
lugares; caminamos mucho más tiempo viendo todo a nuestro alrededor (pero no
entramos a los tugurios anteriormente mencionados, como con Lucio). Cuando
retornábamos al centro de la ciudad de La Paz, una hora más tarde de aquella
caminata, todo pasó como en una película de Fellini: El minibús en el que
estábamos casi se estrella contra otro que, de ida a El Alto, con chófer ebrio
y gente que nos miraba como hierofantes de Mardi Gras, transitaba por nuestro
carril. Ya en la ciudad, vimos un camión de cemento que se apostaba en la Plaza
del estudiante; encima, cual carga fina, vimos a quince tipos maduros, vestidos
de gala y todos en pie, como Papas en pleno desfile católico-antipedófilo,
saludando a la nada en las calles (y a nosotros).
La gente le tiene miedo a lo que no conoce
ni quiere conocer. El Alto tiene magia, de la que puede existir en todas
partes, desde todos los sentidos. He vivido los atardeceres más hermosos,
abrazado a una mujer que me había jurado amor eterno, allá por Villa
Exaltación; he vivido percibiendo metáforas del sinsentido en Nuevos
Horizontes, mucho mejor (y estoy seguro) de lo que podría percibirlas en las
playas de Puerto Montt; he caído en cuenta del paso del tiempo, horrorizado, en
la zona Bautista Saavedra, acompañado de niños a los cuales orientaba como
educador popular, y he sabido la diferencia de clases caminando un par de
cuadras por la feria de la 16 de Julio, algún domingo por la tarde.
El Alto es, para muchos, una ciudad de
paso, un lugar que estaba allí siempre y que siempre estaría, sea para ir al
aeropuerto o transitar, con la ventanilla del auto en alto, de camino a otra
parte. Los vídeos que hay sobre racismo en Bolivia nos incluyen sin
consultarnos, no hay un alteño en el vídeo, pero se lo nombra sin reparos: “No
estamos en El Alto, así que más respeto, carajo” espetan a los violentos;
cineastas han intentado acercarse, sin éxito, o con un conocimiento hueco, a
los lugares que para ellos son El Alto: a la primera curva de la carretera
antigua, la que desemboca en la Kollasuyo, le dicen Ciudad Satélite, y a la
carretera a Oruro la bautizan como cruce Villa Adela en “¿Quién mató a la
llamita blanca?”; la fábrica de vidrios es el cuartel general para un gaucho
maleante en “Muralla” y El Alto es una parada de tránsito desde donde se vuelve
a repetir la violencia de clases y de razas en “Zona sur”; ejemplos en
narrativa son aún más claros y al mismo tiempo se oscurecen, porque el terreno
alteño sirve como deux ex machina y, a veces, de manera gratuita, como salvación
a los argumentos aburridos de los autores ajenos al contexto descrito: al
protagonista de “American visa” le sacan la mugre, casi lo violan y terminan
arrojándolo por un barranco; un intercambio de rehenes se da en “Hablar con los
perros” y un clasemediero recuerda a la cholita que “desvirgó”, al final de una
de las historias que escucha don Juan en “La gula del picaflor”... Como dice el
capitán América: “Podría estar así todo el día”, y sí, podría enumerar las
veces que, mesiánicamente, se ha descrito a la ciudad de El Alto, únicamente
para dar sentido a lo que se escribe, cuenta o filma. El mundo de la crónica no
se ha hecho de rogar para rescatar la porno-miseria alteña como medio de
interés para los lectores menos cagados: “A ver, escribiré sobre violencia en
contra de la mujer, entonces debo salir de mi edificio en el centro y ver a lo
lejos, hacia la ciudad de El Alto, donde tanto indios como cholos les sacan la
puta a sus mujeres”; “Quiero socializar mi supuesta amistad con cholos de
mierda que me sirven de empleaditos, así que les saco una foto lustrándome los
calzados y la subo al facebook, con una reseña que no menciona, por supuesto,
dónde vive”, “Le pediré a este amigo que me cuente cuán peligroso es vivir en
El Alto: le preguntaré cuántas veces lo han asaltado o violado, y si fueron
peruanos o chilenos los del delito”, etc.
Electroprestes inútiles mediante, la rutina
del intelectual boliviano, cuando se le acaban los recursos carverianos o
cheeverísticos, es apelar a fuentes más terrenales y menos huecas: El Alto, la
Periferia o la Uyustus... o lugares donde llega, trabaja o se está (apelando a
Rodolfo Kusch) la gente que duerme en El Alto. Fácil, lactas con desprecio la
fuente primigenia, donde la Babel de ladrillos y cholets duerme, y luego la
olvidas, como siempre suele suceder.
No recuerdo nunca haber visto a embajadores
o intelectuales caminando por las calles de El Alto (quizá sí a amigos
escritores, aunque esos siempre van a pie a todas partes), ni siquiera a dizque
socialistas, anarquistas o demócratas, subiendo a hablar de esta ciudad, muy a
pesar de haber escrito sobre ella, a menos que hable de los fútiles seguidores
de filósofos posmodernos, como Rafael Bautista, quien pensaba que la Coca Cola
era un veneno y sin embargo bebía whisky acompañado de esta mentada gaseosa.
Rodrigo Urquiola ganó un certamen de cuento
en México con una narración que tiene descrito a El Alto de una manera
impresionante, y quizá, después de Juan Claudio Lechín, Rodrigo sea el único
que usó a El Alto sin prostituirlo, de la manera que he visto y seguiré viendo,
sea en noveluchas de mierda o crónicas chic de gente que nunca te aceptaría un
fresco de orejón en las afueras de un mercado.
Parafraseando a Sergio Almaraz: Quieren
beber/vivir de El Alto, pero a la vez lo desprecian; soy consciente que si me
dicen “Pero yo sí voy a El Alto”, lo dicen porque solo van, cual gringos
obesos, a ver “chuñarse” a las cholitas cachascanistas, o a la feria de la 16
de Julio, a comer choripanes o escoger ropa de marca entre los bultos. Es como
hablar del “Ulises” de Joyce o de nuestro Ulises local: “Felipe Delgado” de
Saenz, sin haberlos leído siquiera.
Cómo nos construyeron en sus mitos, en sus
putos “habitus”, es el problema. Hay un resentimiento no explícito, estoy
seguro, por parte de los ingenuos de esas clases sociales que nos ignoraban
hasta que se vieron comiendo sardina en latas, el 2003, y ese resentimiento
recrudeció cuando los cerdos de “Rebelión en la granja” reemplazaron a los
neoliberales con su estandarte azul-blanco-negro, después de ese hito que se
malgastó en el mismo discurso y que solo fue aprovechado por compañías de
teatro y algunos analistas políticos de ideas rancias.
Mesianismo. Eso es. Nos piensan de lejitos,
con el mentón tembloroso por el rencor o el miedo que debieron sentir las hijas
violadas del Zar o la confusión que debieron sentir los ingenuos hacendados que
volvieron a Bolivia en 1953, con la idea de vender sus terrenos. Nos piensan,
pero no permiten que entremos en debate. Se ríen de nuestras intervenciones,
señalan nuestras pieles y hablan de higiene; me hacen recuerdo al universitario
baleado de “La nación clandestina” de Sanjinés: al no saber la lengua de la
población por la que luchaba, terminó por insultar a los comunarios y echarles
en cara que se sacrificaba por ellos.
No se puede decir las cosas de frente ante
esta situación, porque de improviso te saltan al cuello y te echan en cara que
estás produciendo eso que se ha dado a llamar “racismo a la inversa”.
El detalle está en las metáforas: un
morenito y rechoncho hijo de Adolfo Paco no presentaba, desde la red local de
canales ATB, noticias como todos, le tuvieron (o se tuvo, que es peor) que
meter a hablar de prestes, cholos y fraternidades. Quizá un venezolano
impertinente por un lado y un cubano sabrosón por el otro, terminaron por
convencer a Jimmy Iturri que eso se veía mal, y retiraron al morenito y bien
alimentado Kory de ese asqueroso espacio de “inclusión”.
Así como sucede en la vida real, las
ideologías son elementos inasibles, una suerte de ilusión de dominio de la
realidad. El Alto demostró que la vida era un cúmulo de sorpresas y de “cosas
imposibles de olvidar”, como anuncia una pantalla inteligente en un loop de
tres segundos, antes de llegar a la pasarela del arquitecto: la primera escena
es un platillo giratorio de parque infantil filmado desde arriba y este
platillo tiene en su centro a una mujer recostada: no es alteña, se nota a
leguas porque una de mis tierras no se vestiría así a la hora del crepúsculo;
acá nos vestimos todos con abrigos cuando la noche asoma el hocico; a
continuación la frase aparece en el vídeo como los subtítulos de una película
de los ochenta y la segunda escena es una mano que juguetea en medio del cielo,
un cielo que de seguro no ha sido filmado desde El Alto. El cielo alteño está
hambriento de vida y quiere tragarte, como un ojo abisal que te inspecciona
siempre y fija en ti su pupila ciega las noches de luna llena, especialmente
cuando esta llega a su cenit. La frase y las escenas de esa pantalla se repiten
eternamente. La ATT la promociona: “La vida está hecha de cosas imposibles de
olvidar”, afirma el vídeo antes de volver a repetirse. Una maldición, suena a
un sortilegio de mala leche, como si supieran nuestro balance de contagiados de
SIDA o “asesinatos pasionales”, que de pasión solo tiene la sangre de la
víctima, pisada por el asesino.
“Con razón nadie quiere subir acá”, me dijo
en 2003 Victor Hugo Viscarra: “es una versión más jodida de La Paz, pero en más
rico y más genuina”. Y tenía razón el muy cabrón.
Conceptuar a El Alto desde los demás, hacer
que piensen en la ciudad como una torre de Babel, es todo un reto.
Pero así es El Alto, un cíclope rebosante
de salud, vestido con ropajes de todo color, tamaño y destino; diverso de
verdad, con religiosos, metaleros, pajpacus, cristianos y gente genuina por
todas partes.
Quizá por ello tan poca gente se anima a
visitarnos, a pensar que somos más que una feria, puteros, cuna de artilleros y
tumba de cogoteados; El Alto es más, mucho más de lo que las revistas chic
quieren mostrar.
Veo a El Alto con sus iglesias itinerantes,
sus grupos de apoyo cristiano y sus doñitas que se apostan incluso después de
medianoche, ya sea navidad o año nuevo, por la avenida 6 de marzo o la
Tihuanacu, para vender panetones, juguetes y tazas de porcelana a precio de
costo. Niños que juegan en el polvo, abandonados o dejados al azar, sin azahar,
sin finales felices y por ello merecedores de admiración por sobre todo. Veo a
El Alto como Richard, el niño de siete años que bromeaba tanto, en Bautista
Saavedra, sobre su condición de hijo de madre soltera; veo a El Alto como la
niña de casi nueve años que esperaba a su madre, más allá de la una de la
mañana, en el final del alambrado de camino a Villa Adela, sola, pequeña ante
la inmensidad, pero con una sonrisa al reconocer que, por fin, su madre llegaba
y bajaba del minibús donde yo me encontraba, para acompañarla y ayudarle con su
carga de aguayo.
Veo a El Alto en todo eso y mucho más. Que
me vengan a vender los standuperos su originalidad: yo les muestro a mis
pajpacus; que me digan que hay atardeceres hermosos solo en Portachuelo: yo les
llevo a Villa Exaltación o Nuevos Horizontes; que me digan que no hay amor en
esta ciudad, y yo les muestro Kiswaras... Así es, como cualquier espacio humano,
con sus especiales y únicas particularidades, un lugar repleto de metáforas
universales, temido por igual y nunca comprendido, como Harlem o Chapare, Oruro
o Colcapirhua.
Sé que viviré en sus calles hasta que la
condena de la sangre repleta de glóbulos rojos haga que mis rodillas se claven
en la tierra, o hasta que un aneurisma se coma mi cerebro y me deje tirado como
sus perros convertidos en corderos para comer en fechas festivas.
Pase lo que pase, yo seguiré aquí, al fin y
al cabo, miedo y dinero nunca hemos tenido.
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