Para Ayda Ruth y Santiago, quienes diariamente me salvan la vida
1
Dicen que, antes de la guerra, mi bisabuelo cargaba rieles para
ejercitar los brazos y así justificar su metro cincuenta y algo de estatura,
que bebía alcohol de quemar para combatir el frío, la arrechura y la vinagrera,
y que se lanzaba unos pedos largos, tan fuertes y profundos, como si un
depresivo vals peruano transitara, a través de sus tripas, por un camino
pilórico sin fin.
También dicen que odiaba a todo el mundo, tanto a nosotros, que no
existíamos todavía, como a las restantes cosas y situaciones que se le
interponían en el trabajo, en su descanso o en la calle. Solía golpear con
frecuencia a mi abnegada y fértil bisabuela y les decía diariamente a sus hijos
(es decir: mis tíos-abuelos y después de la guerra, mi abuela) que sólo podrían
comer los que trabajaban duro y parejo.
Todo esto antes de la guerra.
Aquel lunes, Domingo Ramírez, quien resultaría convirtiéndose en mi
bisabuelo, escuchó que llamaban a la puerta.
Dicen que adivinó de por sí que los que golpeaban eran los oficiales de
la patrulla militar, que reclutaban a los varones a la fuerza para llevárselos
al Chaco.
Mientras tanto, mi otro bisabuelo (que sería el padre del padre de mi
madre) se vestía de mujer y alegaba estar con la regla para no salir a recibir
a los militares que sólo pudieron sacar de aquella casa, ese lunes, a dos de
sus pongos.
Pero volvamos al caso de mi bisabuelo paterno (y materno hasta cierto
punto, porque fue el padre de mi abuela paterna), quien, por decirlo así y
porque no había duda, no pudo usar la estrategia de aquél, pues odiaba pensar
siquiera en mellar su naturaleza de varón: era un gran ebanista, un carpintero
de clase… y ser ebanista significaba tener una reputación que defender, una
tradición que mantener… en fin, un ebanista significaba ser el más macho de los
machos, una mezcla de Pepe El Toro, Taras Bulba y Chuck Norris juntos… por eso
no podía, por principios, vestirse de mujer, ni pagar por quedarse, ni escapar.
Debía librarse de aquel acoso a su manera y así fue como, cuando
escuchó los golpes en la puerta, llevó a cabo su tan mentado plan de
resistencia: se quedó a escuchar aquellos golpes, el ruido de la puerta
abriéndose y los posteriores pasos de las botas, como si nada ocurriera…
Dicen que escuchó todo aquello con paciencia, pero con mucha incomodidad,
porque se encontraba en el interior de un catre de madera, especialmente
diseñado para aquella ocasión. Lo había construido con esfuerzo y genialidad,
pero también con la desesperación de quien quiere vivir libre de conflictos,
aunque odiara a todo el mundo.
Dicen que mi bisabuelo había estado tan seguro de no ser descubierto,
que gritó de rabia cuando escuchó a su hijo, es decir, a mi tío-abuelo Gerardo,
decir lo siguiente a los militares, mientras señalaba hacia la parte baja del
catre:
—Mi papá está ahí adentro.
Imagino a mi bisabuelo frunciendo el ceño y apretando los puños, entre
el colchón y la base del catre; imagino los resortes encrespando el aire con su
ruido, las respiraciones entrecortadas y pausadas, y el incuestionable silencio
de mi bisabuela electrizando el ambiente; incluso puedo imaginar la mirada
espantada de mi (para entonces adolescente) tío-abuelo detrás de uno de los
militares, queriendo desaparecer sin poder conseguirlo, porque había delatado a
ese padre que tanto pegaba y gritaba y desconfiaba de todo y de nada; pero lo
que no puedo imaginar, por más que me esfuerzo, es lo que mi bisabuelo pensó
durante ese momento de desconcierto.
Cuentan que a la única persona que mi bisabuelo miró durante el tiempo
entre que salía del catre y caminaba hacia la puerta de calle, fue a mi
tío-abuelo Gerardo. Eso, lo sé muy bien, tampoco lo puedo imaginar.
Dicen que lo que dijo antes de salir de aquella casa de ebanista pobre,
sonó más a condena para su hijo que a despedida para su familia:
—Vuelvo pronto.
Dicen que ese “vuelvo pronto” duró tres años, siete meses, tres
semanas, dos días y dieciocho horas. Eso dicen, pero yo no creo que exista
tanta precisión en la memoria de mis parientes.
2
Muchos de mis tíos, incluido mi tío-abuelo Gerardo cuando estaba vivo y
visitaba nuestra casa de la Avenida Antofagasta, contaron proezas de mi
bisabuelo; en realidad, todos los que se dignen haber tenido parientes
excombatientes del Chaco, dicen que sus abuelos y bisabuelos actuaron allá como
héroes, pero casi nadie habla de lo que sucedió con ellos después de la guerra.
Un lunes, entre las dos y las dos y media de la tarde, tres años, siete
meses, tres semanas, dos días y dieciocho horas después de aquel otro “lunes
traicionero”, cuentan que mi bisabuelo apareció en el vano de la puerta de
aquella casa de ebanista pobre, con la misma mirada de violencia retenida que
había mostrado cuando se lo habían llevado para el Chaco.
Dicen que mi bisabuela, acostumbrada a su esencia de abnegación, gritó
su nombre con tanto énfasis que casi se le perdió la voz al terminar de
nombrarlo… y es obvio que mi tío-abuelo Gerardo, para entonces adolescente,
sufriera una parálisis de pavor al verle; pero no sucedió nada de lo tan temido
y esperado: dicen que mi bisabuelo no sólo evitó golpear a su hijo, sino que le
abrazó con rapidez y, al parecer, con cierto aire de cansancio; dicen que
murmuró algo parecido a que estaba cansado y quería dormir; sin embargo,
algunos afirman que primero le agradeció a su hijo por hacerle merecedor de la
pensión de excombatiente que recibiría por sus servicios; otros, como mi tío
Jorge, aseguran que aquél había dicho que no mataría a nadie a palazos esa
tarde, sólo porque estaba hastiado de haber visto tanta sangre…; quizá mi
bisabuelo le dijo todo eso a su hijo, quizá. Al menos, eso es lo que cuentan;
por mi parte, puedo decir que siempre conocí a mi tío-abuelo Gerardo como un
anciano que sabía Origami, que rengueaba un poco de la pierna derecha y que
nunca mencionaba este pasaje cuando hablaba de su padre.
En fin, dicen que mi bisabuelo retornó de la guerra con el único
propósito de enterrar su frustración por seguir con vida o con el objetivo de
demostrar que podía seguir viviendo en aquel lugar lleno de sombras y carente
de oportunidades como era, y como sigue siendo, La Paz: al mes de llegar,
embarazó a mi bisabuela y de esta unión nació mi abuela, la madre de mi padre,
a la que apodarían “La Pila”, porque sería la única mujer de los Ramírez de
pelo ensortijado, como el de ciertas mujeres del Paraguay; parecía que mi
bisabuelo había ido al Chaco con el único propósito de retorcer sus genes en
bucles de odio y desconfianza, porque, a pesar de todo lo que dicen mis tíos y
mi padre sobre él, Domingo Ramírez, mi bisabuelo, siempre se consideró un
injusto sobreviviente de aquel conflicto.
Nunca habló de los sucesos que rodearon el cerco de Boquerón. Nunca
aceptó los rumores de asesinatos, canibalismo, cobardía, deserción o traición;
nunca habló de aquella estrella fugaz que literalmente impactó sobre las tejas
del cerco, un lunes por la madrugada, pocas horas antes de que los bolivianos
levantaran las banderas hechas de medias roídas en señal de rendición… nunca
habló de todo aquello, testimoniado por sus amigos. Nunca.
Quizá porque sentía mucha vergüenza.
Eso sí: sí habló de lo que sucedió después del final del Cerco de
Boquerón.
A quien se lo contó fue a un tipo que también fue a la guerra, un legendario
domingo de octubre de 1960, que también tiene su propia anécdota y que vale la
pena contar, pero más adelante.
3
Dicen que, una vez extinguido el Cerco, lo llevaron a Asunción junto
con los demás sobrevivientes: todos estaban flacos, ojerosos, cansados y, como
dice aquella canción, sin ilusiones. La gente los recibió con aplausos y vivas
y besos de paraguayas lindas y tetonas, y algunos prisioneros bolivianos
lloraron, no se sabe si por la sorpresa o por la desesperación.
Mi bisabuelo no lloró: odiaba llorar e imagino que siempre fruncía el
ceño cuando sentía el famoso nudo en la garganta, como imagino que sucedió con
el Grinch que robó la navidad, o con el Gruñón de los siete enanos frente a la
tumba de Blanca Nieves, o con el dictador que fue expulsado por su pueblo con
una patada en el poto; contrario a eso, cuentan que se carcajeó mucho al ver a
sus compañeros rendirse ante el recuerdo del martirio vivido… alguien le
preguntó que por qué se reía de la emoción desbordada de los demás; dicen que
dijo, condenatoriamente, mientras fijaba su mirada más en los restaurantes de
aquella calle que en las tetas que le presionaban los hombros al momento de
impactarse con el comité de bienvenida de paraguayas, que tenía vergüenza de
ser un sobreviviente, que sus mejores amigos (a quienes no odiaba por ser
inútiles hasta para eso) habían muerto cerca de él. Y cuando aquel amigo le
preguntó, aquel domingo de octubre de 1960, sobre cómo habían perecido ellos,
mi bisabuelo frunció el ceño, se aclaró la garganta y retornó a su relato
posbélico.
Los separaron en dos grupos: pusieron a un lado a los menos desnutridos
para trabajar como sirvientes y a los desahuciados los abandonaron para que la
suerte se encargara de ellos…
Mandaron a mi bisabuelo con tres prisioneros a servir a la casa de un
militar francés, que había trabajado en la Guerra como asesor de Estigarribia
(mi bisabuelo sabía muy bien esta historia, que por cierto odiaba con todo su
corazón, pero no hay espacio en este cuento para contarla; quizá en otra
ocasión, si hay suerte); lo cierto es que este militar no era del todo un
varoncito hecho y derecho, y mi bisabuelo lo notó claramente al verlo con sus
pestañas rizadas a punta de cucharilla, ordenando a diestra y siniestra sus
caprichos, con una mano apoyada en la cadera y la otra abierta con la palma
hacia abajo, puesta cerca de sus ojos para inspeccionar su manicura.
El asunto era que, según la versión de mi bisabuelo, a este militar le
gustaban los hombres morenos, bajos y sumisos, como los nuevos sirvientes que
le habían traído.
Parecía la descripción exacta de mi bisabuelo, salvo por lo sumiso.
Fue un lunes por la noche (lo que es el destino y como dice la canción:
lunes otra vez…), cuando mi bisabuelo planeó escapar.
Durante aquellos meses, se realizaron muchas negociaciones para
intercambiar prisioneros. Algunos de los nuestros tardaron mucho tiempo en
regresar, mientras que los otros, los que habían sobrevivido con más
estabilidad, no lo hicieron porque contrajeron el implacable síndrome de
Odiseo: habían encontrado otros derroteros de existencia o sencillamente habían
reconocido que en Paraguay existía una mejor calidad de vida (por no decir
mejores mujeres).
Pero mi bisabuelo no quería otra vida. No quería otras mujeres. Quería
escapar, odiar a medio mundo o quizá mandarlos a la mierda, pero todo aquello
con libertad… quizá quería volver a su trabajo de ebanista, tomando cafecito
con pan y queso por las tardes, escuchando, si se podía, el rumor de la tarde
apagándose con la luz; ya saben, ese momento poético que todos los días
buscamos y que sólo encontramos cuando no hay tanta necesidad… Quizá era un
viejo más, acostumbrado a sus ejercicios con los rieles, a sus largos pedos
otoñales, a su propia soledad… es posible que extrañara el frío de la urbe, que
por cierto odiaba, o que extrañara, sencillamente, las cosas que odiaba por
costumbre…
Aquella noche de lunes preparó la tina del francés con un plan bastante
creativo…
El militar le acosó primero, preguntándole si todos en Bolivia eran
como él, y mi bisabuelo ocultó su naturaleza de sacador de mierda para
responder, un tanto enigmático, otro tanto profético: no todos son como yo,
también los hay altos, blancos y muchos saben hablar inglés (¿casualidad o
destino? Sabrán ustedes interpretarlo como deseen…).
El militar se sentó cerca del sofá y alargó la mano manicurada hacia la
frente ancha de mi bisabuelo. Imagino los brazos de mi bisabuelo poniéndose
rígidos, preparados para moler acosadores… pero no sucedió nada ese momento.
Dicen que el militar tenía, en su cinturón de oficial, un revólver grande y
grueso colgando de la parte trasera (por algo habrá estado ahí…), si mi
bisabuelo quiso intentar algo, no lo hizo ese momento: era misántropo, pero no
cojudo.
Mi bisabuelo no precisó cómo le calentó las orejas al militar para
convencerlo de entrar en la bañera, pero éste accedió.
Mi bisabuelo le contó a ese amigo suyo, que odiaba mentir: su vida
había sido tan recta y violenta, que flirtear con un tipo no era parte de su
esencia como ebanista: ¡cargaba rieles para ejercitar sus brazos, por Dios!,
pero ¿acaso realizando algunos sacrificios no se podría conseguir la libertad?
Mi bisabuelo había dicho que, antes de planear una fuga de tal
magnitud, no se hubiera sentido incómodo por hacer los deberes en una mansión,
que ser sirviente de un militar no era para nada afeminado, pero que lo único
afeminado en aquella casa fuera aquel militar… eso era otra cosa.
Aquí la versión se tergiversa de nuevo: según lo que se dice que este
amigo escuchó de mi bisabuelo, no se sabe si vertió sosa cáustica en el agua
espumosa de la tina del militar, o lejía…
El detalle está en el resultado: mientras el militar jadeaba de
excitación, esperando una escena épica de porno griego en su propia tina, mi
bisabuelo buscaba, con una excitación totalmente distinta, joyas o dinero.
Al no encontrar nada de esto, decidió tomar cinco libros.
Escuchó los gritos del francés diciendo megde o algo por el estilo y a
continuación un chillido de jovencita exaltada, acompañado de chapoteos en
apariencia nada sensuales. Los otros bolivianos estaban en la despensa,
planificando escapar, al momento que mi bisabuelo corría por el jardín,
sujetando aquellos cinco libros de tapas duras y esquivando a tres perros
enormes que no supo describir a su amigo oyente, sino a través de una
afirmación hermosamente poética:
—Eran unos hijos de puta.
Esa misma noche había vendido dos libros a precio de ignorancia, no se
sabe a quién, pero ese alguien pagó al menos el diez por ciento del precio real
de aquellos volúmenes. Uno fue la versión clásica de Divina Comedia de Dante
Alighieri con las ilustraciones de Gustave Doré y el otro fue la primera
edición de La hija del cardenal, de Félix Guzzoni.
Aunque mi bisabuelo sólo memorizó los títulos, los detalles se
comprobaron con la denuncia del militar, lo sé porque la noticia salió hasta en
el periódico local, aquel martes siguiente: Militar es atacado por sirviente;
la noticia no pasó a mayores, porque las explicaciones llevaban a otros
derroteros nada militares ni honoríficos.
Actualmente sé que los otros tres libros que trajo a La Paz, son en
realidad dos: Farmacia de Dorvault, de 1867, y Los Miserables de Victor Hugo,
en dos tomos, de 1923. Todavía los tengo bajo mi cuidado, quizá porque soy el
único en la familia que lee algo más que los anuncios de los micros y los
minibuses…
Al terminar de contar la genial escapatoria, su amigo sonrió con gusto
y gana, y ordenó otro par de cervezas. Como suele suceder con las
conversaciones de antaño, todo puede tergiversarse y es posible que el militar
francés no fuera maricón, que los libros robados no hayan sido cinco o que ni
siquiera aquel botín hubiera consistido en libros… todo es posible.
El detalle está en que este amigo contaría esta historia una y otra vez
a sus amigos de farra, amigos que se hicieron amigos de mi bisabuelo Domingo a
su vez, no tanto por la historia del escape, sino por lo que pasó después de
aquella narración.
4
Las cervezas de aquella legendaria tarde de domingo de octubre de 1960
se acabaron rápidamente. El restaurante donde habían bebido mi bisabuelo y su
amigo estaba ubicado en la avenida Camacho; el motivo de la reunión (por
supuesto que mi bisabuelo odiaba esa clase de lugares, pero al final su amigo
le convenció) era una cena-reunión para los excombatientes, organizada por el
gobierno de Paz Estenssoro, en conmemoración a los 25 años del cese de
hostilidades entre Bolivia y Paraguay (claro que aquél al final no apareció,
pero dejó un buen reemplazo: animó la fiesta Raúl Shaw Moreno). Allí se
encontraron los excombatientes más representativos, unidos por el recuerdo y la
vida, para hablar de lo bueno que era estar vivos y lo malo de la guerra como
tal… y entre todos, claro, mi bisabuelo Domingo era el menos vistoso. Con las
manos callosas, el rostro arrugado y el silencio sepulcral que lo
caracterizaba, tuvo que tomarse ocho cervezas para animarse a contar, como un
narrador profesional, su fuga de la mansión del francés.
Diez años más tarde, en 1970, al sentirse más viejo e inútil, se
encerraría en su cuarto como había deseado encerrarse en el interior de aquel
catre, en 1932. Rechazó todo cariño de los nietos (más que todo de los hijos de
mi abuela, es decir, de mis tíos y de mi padre), asegurando que ellos podrían
ser su perdición, y aferrado a su caramañola de latón, aquélla que parecían dos
vasos unidos, se enterró en vida, enfrentándose a la muerte como todo sujeto
que odia los lunes y sabe que no es necesario decirlo para que se note: en
solitario.
Pero eso sería en 1970; mejor volvamos a la tarde de 1960 en la que
sucedió aquello que pocos saben pero que es necesario contar…
Al terminar de narrar su ingeniosa escapatoria, mi bisabuelo tuvo una
discusión con uno de los excombatientes que le acusó de mentiroso.
Mi bisabuelo le reconoció y le devolvió el insulto. Así estuvieron un
rato, un poco chispeados por la cerveza, en medio de un terrible problema de
organización, de ideología y de geopolítica, porque a Raúl Shaw Moreno se le
ocurrió decir, así chispeado como estaba, que en realidad era chileno,
provocando que varios excombatientes le arrojaran servilletas hechas bolita en
medio de insultos y lloriqueos, y de nuevo no se supo si ellos lloraron por sorpresa
o por desesperación.
Los funcionarios del gobierno de Paz Estenssoro pagaron lo que debían
pagar y se fueron, dejando a los excombatientes silbando a un Raúl Shaw Moreno
nervioso y balbuciente sobre la tarima donde había cantado muchas de las
cursilerías de Los Panchos.
Mi bisabuelo seguía discutiendo con el excombatiente y el amigo miraba
todo desde un lugar imparcial, tratando de frenar la posible contienda.
Dicen que la policía no tardó en intervenir, salvando a un Raúl Shaw
Moreno despeinado y sudoroso.
Dicen también que la pelea entre mi bisabuelo y el otro excombatiente
fue brutal. Los golpes llovieron y tuvieron que separarlos, por lo que dicen e
imagino, a la fuerza; dicen que fue una pelea al mejor estilo de Charles
Bronson o Jackie Chan —aporte personal mío de comparación: de Charles Bukowski
en sus peleas callejeras— y que rompieron muchos vasos y botellas en sus
caídas. Afirman los pocos que conocen esta historia que ambos oponentes
empataron, pero que el más perjudicado fue el otro y no mi bisabuelo, porque,
al final de cuentas, dicen que él, antes de la guerra, cargaba rieles para
ejercitar los brazos y así justificar su estatura, que bebía alcohol de quemar
para combatir el frío, la arrechura y la vinagrera, y que se lanzaba unos pedos
largos, tan fuertes y profundos, como si un depresivo vals peruano transitara,
a través de sus tripas, por un camino pilórico sin fin… aunque, durante esa
última década, su esposa, o sea mi abnegada y fértil bisabuela, se burlara de
él al finalizar sus chochas discusiones, mostrándole la manga oscilante de su
chompa para demostrar que cierto lugar del cuerpo de mi bisabuelo tenía aquella
consistencia…
Así, pues, mi bisabuelo Domingo Ramírez murió sin pompas ni trompetas
en 1970, sin medallas ni homenajes. Sin saber que al día siguiente de ese
domingo, es decir, sin saber que aquel lunes de finales de octubre de 1960,
había bautizado (mediante aquel famoso derechazo en pleno cartílago nasal) a su
contendiente y sin saber que, desde aquel día, a este contendiente se le
conocería, ni más ni menos cierto, hasta su muerte en 1997, como el ilustrísimo
“Chueco” Céspedes.
Bueno, muchos dicen que no es cierto, que le decían “Chueco” a Augusto
Céspedes por su peculiar forma de andar, pero siempre que leo algún libro suyo,
no sé, como que se me viene a la mente aquel derechazo imaginado y digo que con
razón mi bisabuelo Domingo odiaba los lunes.
Pues si la historia es cierta, de seguro mi bisabuelo también pagó
aquel lunes por el tabique desviado del escritor…
Y como amaba gastar su dinero…
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Un beso te envío.
D.