A mis ocho años comencé mi carrera meteórica en el campo de
la historieta: y sí, prefería mil veces dibujar, que hacer tareas, y mis
bolígrafos se gastaban pintando a seres horripilantes cortando cabezas,
chupando heridas o destrozando cráneos con la sola voluntad.
Estaba extasiado: fotocopiaba esas historietas y las vendía
a mis propios compañeros de curso, que seguían mis publicaciones con una
fidelidad que, hasta ahora, no tengo de parte de nadie en cuanto al mundo de
las letras. Hacía horror en las viñetas y me encantaba: creaba argumentos
lógicos para un niño de ocho años y gastaba mi bolígrafo rojo por tanta sangre
visualizada. Cuando mi maestra se dio cuenta de lo que hacía, lo asoció a
traumas inexistentes. Habló con mi madre (mi madre le dio creo que uno o dos
sopapos por otro problema, y sí, de ella salió lo peleonero que soy), habló con
mi padre (que tampoco es mal tipo, pero que también es un tanto peleador), con
mis tíos (que no tenían vela en aquel entierro) y hasta con mis hermanos
mayores (que sí gustaban del terror y que me defendían, al menos Pablo). Se
decían que estaba enfermo, loco, maníaco, y todas esas vainas, solo porque en
una de las historietas que hice, un grupo de niños iban a la dirección de noche
para quemar las notas del registro de los profesores y, de paso, despertaban a
los muertos por recitar un libro que encontraron en el estante de antigüedades del
director (¡qué mal tipo era el director en esa historieta, che!).
Me prohibieron hacer historietas. Mi padre, para esas
épocas, era un tipo con poco humor y creía que lo que hacía era ridículo (en
cierta medida, sigue pensando lo mismo, pero antes su opinión era seguida de un
palazo correctivo); mi madre decía que eso me traería problemas, y como todos
los adultos se la pasaban conspirando para que dejara de hacer las cosas como
me gustaban, la misma maestra me amenazó con memorandos de citación y otras
vainas.
Era una cacería de brujas; mi hermano Pablo, que había
comenzado conmigo la saga titulada “Terror en el colegio Guido Villagómez” con
sus respectivas 11 partes (era como 11 películas de horror en historieta), la
pasó igual de mal. Algunas amigas de mi madre aseveraron que lo que hacíamos el
Pablo y yo era “morboso” (¡pero no había desnudos ni sexo: solo decapitaciones
y destripamientos, oiga!), y llegó un tiempo en que mi única forma de hacer
historietas era simular ir al baño y llevar el papel doblado allí dentro,
desdoblarlo y dibujar en diez minutos, hacer lo que tenía que hacer en dos
minutos y salir, diciendo que estaba estreñido. Entiendan que no podía ni
pintar las historietas en el recreo porque siempre existieron (y siempre
existirán) los curiosos y, para colmo de males, chismosos, que iban hasta donde
mi maestra y le decían lo que hacía. Hubo quema de historietas, destrozo
público de mis inocentes trabajos, hasta que me llené de ira y... me callé.
Dejé pasar uno o dos meses, y supe que tenía que hacer algo
distinto, y entonces me nació la idea.
Para entonces, Pablo y sus amigos ya habían dejado esa manía
de gastar sus hojas en la creación de historietas, y en ese tiempo ya cantaban
“Tren al sur” y ensayaban pasos de canciones de DJ Bobo... y así me quedé solo,
con mi afición de crear algo nuevo y venderlo (para ese tiempo mi familia no
nos despachaba con nada de recreo, y eso era terrible para alguien que
coleccionaba pegatinas de chicles de Batman...); por ello, tenía que reemplazar
las historietas por algo menos obvio. Y así fue que decidí escribir. Escribía
cuentos con inicio inocente pero a mitad del cuento el osito de peluche
protagonista era poseído por algún demonio y ¡zaz!, había muertes y festines
sangrientos... Y lo mejor de todo era que mi padre me revisaba esos trabajos,
paraba de leer en la segunda línea y me dejaba en paz.
Ahora que ya publiqué “La puerta”, me doy cuenta que fue
para homenajear a esa saga de terror narrativo gráfico que fue "Terror en
el colegio Guido Villagómez", que creé con mi hermano; pero recuerden,
allí, en la novela, no hay muertos que reviven... ¡eh, esperen!, en realidad sí
hay uno o dos muertos que se levantan y atacan, pero esa es harina de otro
costal.
¿Qué estaba escribiendo? ¡Ah, sí!; pasó el tiempo y mi
afición por el género me hizo sentir que no estaba tan mal de la cabeza. Si a
uno le gusta el terror no significa que va a ser un maníaco que gusta de matar
adolescentes despreocupadas por cómo visten o si se resfriarán... En realidad
el terror está en todas partes: Es el destino del hombre el pensar alguna vez
que las cosas no siempre saldrán bien o al menos el creer que va a morir; pero
esas cosas son existenciales; cuando era niño, y mucho más, cuando era
adolescente (eso ya el siglo pasado, jajá) gustaba de leer historias que podían
ser increíbles y truculentas, y eso me hacía sentir cómo la gente reacciona a
situaciones horribles, como la pérdida de un pariente querido, el hallazgo de
algo extraño... la sensación de abandono cuando sucede algo también terrible,
etc., etc., etc.
¿Saben cuándo quise escribir más terror que nunca, además
del suceso de la carrera meteórica de la historieta que acabo de contar?, fue
cuando vi en un dibujo animado que un superhéroe o algo así iba a la biblioteca
y pedía “Drácula” para leer e investigar sobre su enemigo de turno (que era un
vampiro). ¡Entonces también había novelas y libros de cuentos de terror!;
éramos pobres, no podíamos conseguir esos libros tan caros e inencontrables
como “Drácula” o “Frankenstein”, y solo nos quedaba copiar a las películas de
fin de semana. Y sí, alguna vez mi abuelo materno, don Juan Montiel, nos mostró
un ejemplar en tapas duras de “Drácula”, que nunca nos leyó o regaló y que una
tal Lourdes Espinoza, ex tía por cambio de apellido, oportunista mujer, se lo
apropió... en mi tiempo de niño hallé a Bradbury y a Verne en los estantes del
gran abuelo Montiel (dichos libros ya son del olvido, por la razón de la ex
tía), y también me ayudaron a sobrellevar la imaginación de lo que deseaba
sentir.
Y me preguntaba: ¿Por qué en nuestro país no se escribía
desde ese género, por qué (¡Por qué, Dios, por qué!)?; la respuesta ahora está
en mi día a día, escribiendo desde el género y leyendo trabajos impresionantes,
como los de Miguel Ángel Gálvez o Yerko Escobar (Corven Icenail)...
No sé cuánto dure esta racha de escribir, trabajar como
corrector de estilo y seguir viviendo de eso, pero mientras lo haga, seguiré
por ese camino que muchos han dado por llamar el oscuro.
Todo, hasta que el raciocinio nos frene.
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