¿Qué me provocó la lectura de una novela sobre el cotidiano
de una Penélope (de la clase media paceña) que tiene, por decirlo así, a un
Ulises omnisciente, que es a su vez una creación vaga de ficción impuesta por
una sociedad incluso más real y verosímil si se la trata por las redes
sociales? ¿Ver lo tangible del paceñismo provinciano, a través del reflejo de
un espejo llamado literatura?, ¿acaso el análisis y la sorna (peligrosamente
combinadas pero con un efecto boomerang) que Ariadne Ávila introduce a su
estilo cada vez más conciso y propio? ¿Todo lo mencionado hasta ahora, o nada
en realidad? ¿Por qué tantas y tan variadas preguntas, si lo puedo resumir en
que me dejé llevar por la novela, y nada más?
Hablar de la opera prima de un escritor (sea tu amigo o no)
significa comprometerse mucho. Tanto uno mismo, como el escritor reseñado. Uno
puede cometer el error de decir de más, o decir algo que no pueda beneficiar al
escritor en su largo camino a la madurez literaria (que es el camino que todos
llevamos, eternamente, y nunca dejamos: un Sísifo retorcido de edición y
autocrítica).
Pues bien, una novela vale, y es siempre cierto esto, desde
dos perspectivas: por lo que cuenta, y por cómo lo cuenta.
Lo que cuenta “El laberinto sin paredes: o la manía de hacerse
al estúpido” no es nada extraordinario: la vida de una muchacha de la clase
media de la ciudad de La Paz, que posee los típicos sueños de esa clase que
tiene los horizontes tan marcados y las preguntas existenciales tan invisibles,
como las de Antoine Roquentin en “La náusea”; una vida común y corriente, con
las típicas exageraciones de quien no sabe qué diablos desea en particular,
pero hace lo posible por encontrar una solución a su sinsentido, el cual, para
colmo, no nota en absoluto, pero lo percibe con esa mínima sensación de
instinto primigenio, sin poder ser instinto en realidad. Un laberinto mental,
emocional, trágico a su estilo, porque a pesar de lo sencillo que parece ser el
salir o huir de él, no lo es: está ahí, y se transfigura: o en el novio
buena-onda-macho-alfa que terminará siendo el sol de ese universo de pañuelos,
reglas, condones y declaraciones abismales de amor (con el clásico “Después de
ti” de Octavia cuando esté ebrio), o en la familia que tiene la protagonista,
la cual se involucrará poco, pero que determinará casi todos los pensamientos
de la pobre Penélope: Kafka en mujer; pero con más valor, más rabia, más
libertad, menos sordidez y menos testosterona.
Si yo fuera un lector ajeno a mí como individuo, diría que
estaba perdiendo mi tiempo en la lectura de aquella novela. ¿Por qué?, pues
porque uno no lee eso; más al contrario: lo ve, lo vive y lo escucha incluso en
las amigas que son buena onda en la universidad y, luego de años, uno las
encuentra como rebosantes y sonrojadas amas de casa, preñadas, despreocupadas
de la realidad, católicas y perfectas fans de “Games of Thrones” y de los
“Me-gusta” que obtienen por sus malditos selfies.
Pero no. El punto de por qué terminé de leer “El laberinto
sin paredes: o la manía...” de Ariadne Ávila, está en el cómo lo armó ella.
Una prosa madura, que sabe lo que cuenta y cómo lo cuenta.
Prosa inteligente, a su vez, porque parodia y cuenta, cuenta y parodia, sin
asco, la cosmovisión tan ingenua pero real de la mujer de la clase media que
crece sin saber de paredes concretas donde apoyarse ni desde donde poder trepar
para ver el horizonte por el cual hallar esa felicidad de cartón, que no es la
felicidad, sino una hipócrita trampa, y he ahí el quid del asunto de por qué
vale la pena leer esta novela: su título es tan propio... resume de manera tan
acertada la novela y la misma realidad, que no solamente sorprende, también
asusta.
En la novela, Penélope nunca piensa en la felicidad como
algo posible a solas. Añora a un Ulises, sin reaccionar ante la posibilidad de
la soledad como atajo a la verdadera dicha; y ahí noto que muchos de nosotros
no nos dimos cuenta cuando estuvimos o fuimos felices, pero sí sentimos el
tiempo de desdicha y de dolor. Maldita realidad, que nos adormece al estar
felices y dichosos; pero que nos quita la anestesia para que sepamos lo que es
el dolor. Maldita buena literatura, que no pretende hacer más que caigamos en
cuenta de lo terribles y cursis que fuimos en su momento.
Un laberinto sin paredes, que parece una novela de
muchacha-conoce-a-muchacho(s), pero que termina mostrándonos algo más.
(Otro elemento rescatable, y preciso de la novela, está en
el manejo del lenguaje paceño. No exagerado, pero identificable a la primera
lectura)
Así, como primer trabajo de largo aliento, se nota que
Ariadne ha cultivado un estilo propio, el cual, por cierto, es íntegro por la
fluidez que refleja.
Estoy escuchando a Vox Dei mientras escribo esta reseña,
afuera llueve. Recuerdo a Antoine Roquentin de “La náusea”, a Susanita de
“Mafalda”... y recuerdo también la complejidad oculta de la novela escrita por
Ariadne, como una señal de buena salud literaria, y me entusiasmo por ella,
porque si esta novela logró moverme el piso de por cómo veo, cómo ven y cómo
nos ven, desde esta sociedad tan católica, tan hipócrita, tan repipi..., no
puedo imaginar lo que ella logrará con sus futuros trabajos.
¿Suerte? Ariadne no la necesita.
¿Éxitos? De seguro los tendrá, por cómo está su novela.
¿Recomendable de leer? Totalmente.
(Fuente de imagen y fotografía: Twitter / Correo del Sur)
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