No se puede hablar del género de terror en literatura como un elemento único y estático que flota sin finalidad específica en el universo de la creación literaria. A través del tiempo se ha visto una evolución de combinaciones entre formas y estilos al momento de socializar sucesos, sean breves o extensos, que impliquen al terror como tramoya o devenir: desde las leyendas primigenias, creadas entre los niños de las escuelas para dar más “sentido y profundidad” a su cotidianidad, hasta la consolidación de los paradigmas más torcidos, nacidos de creencias que son ciertas y ficticias en igual porcentaje de repartición (leyendas urbanas); partiendo de las explicaciones de los primeros hombres en las cavernas sobre la presencia del trueno, incluyendo las concepciones del universo y el más allá en el Medioevo, y terminando en las típicas especulaciones en las redes sociales sobre las consecuencias del consumo permanente de alimentos transgénicos... siempre ha existido esa “vena” que incomoda, alarma o repele, que cuestiona la necesidad que tenemos todos por alcanzar esa punta de la pirámide maslowniana que nunca hemos tocado por completo... que pone en duda la importancia de la vida y de la felicidad, y que asegura que solamente en la muerte hay una razón para nacer mortales.
Con relación al cuento de terror por excelencia, no se puede pensar que el mismo exista sin creer antes que este pueda cumplir al menos uno de los tres objetivos primigenios del género: despertar miedo, que es, en términos metafóricos, un primer “acercamiento incómodo” entre quien lee el cuento y el cuento en sí; producir horror, que ya se convierte en un “encuentro frontal” entre el lector y el cuento, y engendrar aversión, que resultaría siendo una “fricción continua e impuesta” del cuento sobre el [rostro del] lector.
Un cuento de terror puede producir miedo, horror o aversión en diferentes niveles, puede también producir solo una de las tres sensaciones, o tratar de sintetizar las tres sensaciones dentro de una “trenza narrativa” construida precisamente para ese fin, y las posibilidades, si uno se pone a pensar seriamente sobre el género, son tan infinitas como interesantes.
Dentro del idioma español (y a partir de sus dialectos evolutivos y coyunturales), existen antecedentes realmente significativos sobre el género, desde Bartolomé de Arzans con sus “crónicas” en Bolivia (obviando los relatos orales tradicionales, que se remontan a los tiempos de La Colonia e incluso a la Época Precolombina), pasando por Ricardo Palma y sus “tradiciones” en Perú, y dándole un matiz más literario y concreto, con Gustavo Adolfo Bécquer y sus “leyendas” (aunque anterior a Palma), en España.
Las crónicas de la Historia de la Villa Imperial de Potosí, escritas por Bartolomé Arzans, describen en ciertos pasajes sucesos extraños en los que el paradigma de la realidad se quiebra por causa de hechos sin explicación lógica o científica, y a su vez se presenta mediante la descripción de un enfrentamiento y posterior simbiosis entre la civilización occidental colonial, y las creencias y seres que pueblan el imaginario de las naciones indígenas originarias, resultando de esta combinación un mestizaje sociocultural que trasciende lo cotidiano.
En el caso de Palma, el criollismo, la picardía y las descripciones de las “tradiciones” trascienden lo aparentemente formal y reflejan el pasado histórico como algo digno de leerse y disfrutarse, y es en cierta medida que también los sucesos que en sus “tradiciones” se presentan, a veces sobrepasan lo racional. Aparentes hechos inexplicables, como también acontecimientos históricos impresionantes, reflejan el trabajo de Palma como el de un innovador. Si Bartolomé Arzans pinta un paisaje concreto de la colonia por medio de la superstición de los actores de aquella época, Ricardo Palma hace otro tanto describiendo los elementos más específicos del choque entre colonizadores y colonizados, por medio de hechos sobrenaturales.
Es con el aporte de Gustavo Adolfo Bécquer, desde España, que el sentido del miedo, del horror y la aversión cobran más importancia, pues algunas de sus “leyendas” no se quedan solo como intentos de “adoctrinamiento católico”, ni tampoco como combate de creencias entre lo “católico” y lo “moro”; algunas de sus “leyendas” realmente producen miedo, horror y aversión en distintos niveles y combinados de varias maneras.
Es cuando se habla de antecedentes del género en los siglos XIX y XX que sobresalen ejemplos impresionantes de narradores iberoamericanos que han sabido mantener el interés del público lector sobre el terror como género temático: Miguel Ángel Asturias, en Guatemala, fue uno de los escritores de leyendas más prolífico, y sobre todo fue el primero en tratar el tema de la dictadura política como potencial terrorífico: el gobierno opresor representa al mal, y el pueblo-víctima es el bien, y esta diferencia es casi mítica en su novela titulada Hombres de maíz; el uruguayo Horacio Quiroga demostró que se puede enseñar, a través del cuento, a estremecer al público de múltiples maneras: El almohadón de plumas es el cuento de terror por antonomasia, y La gallina degollada demuestra la fragilidad entre la realidad más aburrida y la fantasía más cruda.
Juan Rulfo, el gran escritor mexicano, supo dar una vuelta de tuerca significativa al terror como género temático desde la misma realidad del campesinado mexicano: la violencia, el miedo, el hambre y la codicia son personajes de El llano en llamas; no existen demonios, ni asesinos, ni infierno: Luvina, los campesinos resentidos, los hermanos agonizantes, el frío y la sequedad son los monstruos de sus cuentos. La muerte, el culto a la muerte como algo real y posible, y la convivencia entre el protagonista y los personajes dentro de un pueblo olvidado por los vivos, han hecho que Pedro Páramo, su única novela, sea considerada no solo una joya imprescindible de la narrativa universal, sino también un referente sobre el terror en literatura llevado a su máxima expresión.
El escritor boliviano Augusto Guzmán (no hay que olvidar que Óscar Cerruto, contemporáneo de este, fue el máximo representante boliviano de lo fantástico), a partir de su cuento titulado Cruel Martina, construye un argumento oscilante entre la realidad de los criollos e indígenas y sus diferencias mediante la imposición de la fuerza y sus consecuencias éticas y morales... La venganza y el resentimiento social, como temáticas primordiales tanto en Rulfo como en Guzmán (y como en muchos escritores latinoamericanos), determinaron en dichos trabajos una concreción del terror como algo nacido del interior de los protagonistas.
Es a partir de la segunda mitad del siglo XX que los escritores en Latinoamérica y España trabajaron más en el terror político, el cual, como se sabe, tiene como antecesor al español Ramón del Valle Inclán, quien con su novela titulada Tirano Banderas (publicada en 1926), dio inicio a esas “novelas sobre tiranos”, del cual uno de los autores, Miguel Ángel Asturias, ya fue parte del presente análisis.
El terror político en literatura a partir de los años cincuenta del pasado siglo fue fiel reflejo de la coyuntura y el contexto de aquellas épocas, y realmente fue vital la presencia del llamado “Boom Latinoamericano”, el cual no solo se presentó como un movimiento artístico, sino como una revuelta contestataria y de un marcado sentido de compromiso (una especie de Anti-Macarthismo); pero también en España, posterior a 1975 y a la muerte de Francisco Franco, se inició una fructífera temporada de libertad creadora, en la que los cuentos de terror ya no eran solo metáforas de la situación política dominante, sino que evolucionarían más allá de las heridas que produjeron los años del Franquismo Riguroso.
Tantas dictaduras, gobiernos pésimamente establecidos, tanta pobreza y crisis, y también tanta violencia, provocaron un quebrantamiento de lo que se consideraba terror en la creación literaria iberoamericana, y mientras que en casi toda la Europa anglosajona y en los Estados Unidos (y así se considera la influencia de los anteriores a la cultura nipona) el terror adquiría la forma de vampiros con peinados a la gomina o asesinos rurales sin afeitar, en Latinoamérica y España el terror estaba barnizado en todas las cosas: en la comida faltante, en la violencia de y hacia la pareja, en la imposición de los ricos contra los pobres, en las creencias rurales (La Llorona en México, El Cuero en Chile, el Kharisiri en Perú o el Anchancho o Anchanchu en Bolivia), en los hechos concretos urbanos (las torturas, las ejecuciones, los exilios, las muertes, etc.), en el porvenir de nuestros pueblos, en la salud de nuestros hijos, en la maldad de nuestros gobernantes, en la intención de sobrevivencia de nuestros vecinos, en la forma de disciplinar de nuestras maestras, en la envidia de nuestros familiares, etc., etc., etc.
El siglo XX trajo cambios y formas de abordar el terror como algo real y en el que la magia, la realidad, el dolor y la felicidad se mezclaban peligrosamente, y consolidaban un sentido ajeno de lo que se podía decir sobre el género a través del género.
La idea de consolidar una selección de cuentos de terror era realmente un reto, y más si a esta selección se le daba el nombre de “antología”.
Así, el criterio de selección de cuentos fue diverso, extenso y efectivo: ningún cuento de este volumen queda indiferente en cuanto a resultados: algunos cuentos logran eso que se llama miedo, otros provocan horror, y algunos consolidan un sentido de aversión, igual o superior a los cuentos clásicos de terror y horror explícitos de los maestros anglosajones clásicos.
El trabajo resultante de la selección fue de todos y cada uno de los autores que cedieron tan gentilmente sus trabajos a esta iniciativa. También la antología pudo ver la luz gracias a la ayuda de dos grandes amigos del cotidiano y colegas en el campo literario, quienes se encargaron de ceder los contactos de muchos de los autores incluidos en este volumen o de conseguir los trabajos en concreto bajo previo acuerdo con los autores: Guillermo Ruiz Plaza y Liliana Colanzi, a los que no puedo más que agradecer una y otra vez por la predisposición al momento de ser convocados.
El sentido inverso alfabético de la antología tiene una particularidad interesante: se debe a un descenso literal de ciertos aspectos de lógica de los argumentos de todos y cada uno de los cuentos, y que implica, además, la importancia de la innovación en la forma, aunque, hay que ser sinceros, la forma no determine el resultado final.
También el nombre de “Doble filo” da un sentido múltiple a la lectura, puesto que hermana a escritores separados por la distancia, pero unidos por un mismo idioma, y también porque integra, desde sus particularidades, a Latinoamérica y España como territorios en los que también se escriben cuentos de terror, y cuentos de terror de calidad.
No queda mucho más qué decir, solo que me siento muy afortunado al haber sido parte de un trabajo único de integración narrativa de múltiples voces, de estilos diferentes e intensidades varias, todos con un solo objetivo: explicar, desde la perspectiva personal [y puede decirse subjetiva] de cada autor, lo que significa el terror.
Entonces usted queda invitado a seguir con la lectura e internarse en las páginas de esta antología de doble filo: tenga cuidado, algunos cuentos pueden cortar modos de pensamiento tradicional; otros, solamente se dejan sentir después de cortar, y hay unos últimos... que se dejan sentir únicamente en el momento de estar en el interior de sus lectores.
Daniel Averanga Montiel
Ciudad de El Alto.
Enero de 2020.
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