En la inasible tierra de la crítica literaria,
todos los que intentamos infructuosamente ser parte de ella, somos producto, a
su vez, de relaciones de poder y de visiones encontradas. Caminar por un rumbo
de pensamiento es igual a encontrarse con los elementos que hacen al camino,
sean libros, personas y, a veces, hasta nuestros propios reflejos.
Leer es enfrentarse a eslabones invisibles,
están ahí, pero no los vemos conectados. Uno lee un día a Walter Scott y, de pronto,
este autor nos lleva a descubrir a Kipling, a Orwell y a muchos otros.
Es así siempre. Uno nunca se queda quieto, y
cuando camina por donde se supone que debiera ir, encuentra contradicciones, perspectivas
y coherencia de escritura desde contextos y coyunturas.
“Renegar” de lo ya conocido es tolerable y
hasta comprensible; pero hacerlo prefiriendo a los amigos y descartando a los
que no lo son, es un pecado.
Es la tendencia actual (y pasada). Bloom, en su
libro sobre el canon, advierte que no nombra a todos los libros que quisiera
incluir en su lista de preferencia, pero da claves para hallarlos como
eslabones futuros. Solo es cuestión de encontrar la raíz de estilo, escuela e
influencia de estos en los otros, los que sí hicieron el camino.
Tristemente, muchos no captaron su idea central.
Es decir, copian al pie de la letra lo que escribió y defenestran al resto.
Igual en Bolivia, podría decirse. Hoy se
conocen libros impresionantes que en su tiempo fueron arrojados al tacho de la
indiferencia, por críticos que no sabían ni escribir, pero que echaban flores a
sus amigos o compañeros de universidad, con el único objetivo de quedar bien ante
todos.
Díganme, ¿quién recuerda la aburrida “Días de
otoño”, de Mauricio Rodríguez, o la terriblemente escrita “Viaje al fondo del
bar” de Gonzalo Montero Lara? En su tiempo quise escribir una crítica sobre estos
textos (no les digo libros, les queda grande el nombre), pero decidí no
hacerlo, porque eso significaría darles la atención que no se merecían.
Y si nos vamos a sumergir en olas más grandes:
¿alguien recuerda algunos de los libros “sudacas” que siguieron el camino del
andrógino Fuguet, después del famoso período McOndo, y que no eran más que un
intento vano, medio-cre (medio
creativo y medio cretino) por dar protagonismo y voz a una generación centrada
en interacciones paupérrimas pos-adolescentes de la clase-media?
Puedo seguir compartiendo mi punto de vista
sobre muchas otras cosas, pero los ejemplos de Rodríguez y Montero Lara hace
unos años, y algunos (algunos, no todos) de los libros de la
corriente McOndo de finales del siglo pasado, son fundamentales. En su tiempo
se hizo caso más al pésimo texto de Rodríguez, que a autores con voz propia (Alejandro Suárez en 2012, sin ir más lejos); como en
la época de McOndo, que se hizo mucho caso a la “rebelión de los niños de
familia bien”, que se oponían a ser solo licenciaditos sociales o ingenieros, y
se decidían a hablar desde sus atalayas artísticas, y producían, como con “dolor
y esfuerzo únicos”, sus novelitas y sus libros de cuentos McOndianos, que
aparentaban ser “sucios”, “fríos”, “crudos” (copias baratas de un Carver mal
leído), justo en el tiempo en que Fernando Vallejo, Ramón Rocha, Pedro Lemebel,
Homero Aridjis o la misma Ana María Shua, producían cosas grandiosas pero radicalmente
opuestas en estilo y temática a las otras ya mencionadas, o cuando la
producción inglesa (Clive Barker, Paul Auster) y norteamericana (Bret Easton
Ellis, Cormac McCarthy) estaba en su auge crítico y aprovechaba la realidad
edulcorada de la clase-media para burlarse de ella o cuestionarla con crudeza real...
Así pasa en cualquier época. En los noventas
los hijos de los que lucharon en contra de las dictaduras o las esquivaron con
sus exilios de lujo, acomodaron sus textos como si fueran literatura y ayudaron
a sepultar a los que sí tenían algo qué escribir; anteriormente, también los
amigos de los autores del “Boom Latinoamericano”, como no tenían alma ni oficio
de escritores, copiaron estilos, temáticas, publicaron sus trabajos y se
promocionaron como pavorreales, o fueron en busca del “sueño del emprendedor
alteño”: viajar a Europa, contar la triste historia de su vida en un país lleno
de dictaduras y de pestilentes indios que no comprendían su “sensibilidad”, y usar
todo esto para enamorar y preñar a una activista europea, que luego financiaría
un “sueño”.
Claro que no hay que meter en el saco a todos.
Si bien muchos sí fueron exiliados a la fuerza y trabajaron en sus destinos de
exilio con mucho sacrificio y poco apoyo, no todos lo hicieron así.
La promoción de ser escritor, a pesar de no
serlo, lo justifica a veces todo. Y les basta a ellos, a los escritores medio-cres salir en la televisión,
aparentar “buena onda” o ser parte de una rosca literaria (aunque sea
considerado “el gordito que toca la pandereta” del grupo en sí) para consolidar
y eclipsar a los que están mucho mejor preparados. Y los otros, los supuestos
amigos críticos, que no han escrito nada que haga levantar la ceja a uno al
menos, se encargarán de completar el eclipse de los mucho mejor preparados. Y
así siempre será. Los pésimos abundan.
La normalidad es cuestión de mayoría, decía
Matheson en “Soy leyenda”; la “moda” también lo es. Si los que se hacen a los
críticos dicen: “Solo esta novela es buena, lo demás es descartable”, sin
haberse leído ni siquiera el diez por ciento de lo que se produce, como
últimamente, como siempre, ha ido sucediendo en Bolivia y en el mundo, por los
siglos de los siglos, se está cometiendo un pecado primordial. No se está
viendo el bosque, ni siquiera los árboles más cercanos; se está viendo el pasto
que bordea al bosque, y ello, más que ayudar, condena.
Comentarios
me gustó mucho tu ensayo, yo también he escrito respecto a ese proceso histórico, me gustaría conocer tu opinión https://inmediaciones.org/la-existentia-de-la-obra-literaria-en-la-narrativa-boliviana-del-siglo-xxi/
Saludos
Para Iván: No entiendo tu pregunta, catoliquillo.