Apareció en marzo, como si La Ceja lo hubiera engullido para
ser parte íntegra de sus calles, de su transitar y de sus sombras.
Muchos de los que trabajan o sirven en este mundillo no lo
notaron al principio, y si lo hicieron, les pareció solo un adicto más, de esos
que, con lo poco que ganan de la caridad, van a comprar clefa o thinner a las
ferreterías de las calles Raúl Salmón o Franco Valle y se pasan la tarde
aspirando el producto en cuestión sobre las pasarelas de la avenida 6 de marzo,
mientras observan un mundo ajeno pero que los recibe con sus cajeros de banco
como camas duras y heladas.
Era pequeño, flaco, de piel clara, cabello color paja brava,
ojos color miel y pecas sobre las ojeras.
La primera vez que lo vi del todo me precedió su olor. La
pestilencia de la clefa era casi corrosiva en él. Caminaba tranquilo y la
gente, que siempre iba y venía con prisas, porque no es lo mismo ir por La Ceja
que por los campos Elíseos, lo esquivaba casi con un metro de distancia; su
ropa, delgada, de lana, sucia, café, parecía no protegerlo de la lluvia ni del
frío, y a finales de abril, mi memoria lo retuvo.
En mayo la gente ya lo conocía como el Chico Clefa, nada de
q´ulu, nada de adicto, nada de clefero: él era el Chico Clefa y ya. Una gran
mayoría de la gente andaba con barbijo; pero él no, transitaba por las calles
con un nailon sucio, impregnado de clefa, cerca de la boca.
En junio y julio no lo vi, quizá un alma caritativa o un
familiar se lo llevó para rehabilitarlo, o quizá la policía había repetido esa
labor de los años noventa de cargar a todos los cleferos y alcohólicos en sus
camiones y llevarlos de ida a Tiquina, parar en medio del trayecto y dejarlos,
carretera y aridez de por medio, servidos a su suerte... la cosa es que volví a
verlo un viernes de agosto, cuando yo estaba cerca del Multifuncional.
Su pelo le cubría la frente como un casco oscuro, las ojeras
incrementaban su palidez y desnutrición y, desde las fosas nasales al mentón,
había una película lechosa y espesa que se extendía hasta sus mejillas, como un
barbijo de clefa.
Toda su ropa estaba alquitranada por el descuido.
Noté que la gente ya no lo miraba como en el mes de mayo.
Las vendedoras de los kioscos ya no decían: “Mirá el Chico
Clefa, tan choquito y arruinado el pobre”, los muchachos de seguridad de los
antros ya no lo llamaban para regalarle cigarrillos encendidos y los minibuses
ya no hacían sonar sus bocinas con rabia para que se apartara.
Se arrinconó cerca de los negocios de peluquería.
Lo vi llevarse las manos con la bolsa impregnada de clefa a
la boca.
Aspiró un buen rato y, como dándose cuenta de algo, levantó
la cabeza y me miró.
Nos separaban casi diez metros; yo estaba en el umbral de un
negocio cerrado de flete de ropa para bailes folclóricos. Moví mi rostro a otro
lado, disimulando que no lo estaba viendo a él.
Sus ojos, embadurnados de sombras, no se apartaban de mí.
Incluso viendo hacia otra parte, sentí sus ojos perforando
mi mejilla, mi hombro, mi brazo izquierdo, mi espalda, como si esos mismos ojos
reconocieran en mí a un intruso que venía de ese mundo prohibido para él,
únicamente con el propósito de espiarlo.
Giré en redondo, como pensando en buscar un kiosco, todo con
tal de no sentir sus ojos... y cuando mi mirada pasó por el lugar donde lo
había visto, se vio interrumpida por él, más cerca. Era ágil.
“¿Por qué me ves?” preguntó.
El olor a clefa y humo me hizo arrinconarme. Clefa y humo,
como si hubiera fumado e inhalado clefa toda esa tarde. Se me acercó más.
La gente no nos miró. Seguía pasando cerca de nosotros. Ni
siquiera se inmutó.
“¡¿Por qué me ves?!” gritó.
No sabía qué responder. No lo vi directamente.
El Chico Clefa rebuscó en sus bolsillos y yo desvié aún más
la mirada, mareado por la pestilencia.
Pegué mi rostro a la pared.
Una parte de mí me hizo recordar a mi primo, que comenzó a
inhalar clefa de adolescente y terminó muriendo a los veinte años por beber
thinner... pero otra parte más oscura de mi mente, una parte que bloquea los
recuerdos, me trajo a la luz la vez que, con Andrea dentro de una broastería,
cerca de la FELCC de la Raúl Salmón, escuchamos gritos y vimos cómo las
vendedoras cerraban sus negocios de comida, incluido donde nos encontrábamos,
sin importar dejar afuera los aparatos donde se exponían las presas de pollo
cocinado, porque una cabeza de mujer había pasado flotando por allí, con un
manto de sangre, de arterias y de médula en vez de cuerpo... una cabeza que
gritaba y gritaba sin pausa, como el clamor de un agonizante que no encuentra
consuelo, y había dejado tras de sí, como una muestra de su perversidad, un
sendero de sangre que muchos vimos como una prueba irrefutable del horror...
Veía por el rabillo del ojo que el Chico Clefa esperaba que
le dijera algo, cualquier cosa.
“¿Por qué inhalas clefa?” dije.
No se me ocurre el por qué se lo pregunté. La pregunta no
era una acusación, salió como una muestra verdadera de preocupación... mis ojos
se enfocaron en los detalles de la pared, pero la pestilencia a clefa y humo me
informó que él estaba muy cerca de mí.
“¿Por qué me ves?” preguntó, esta vez con suavidad y, luego
de pensarlo un rato, se rectificó: “Porque me ves”.
No me lo estaba preguntando.
Quise mirarlo.
Había desaparecido.
La gente siguió caminando sin notar que yo estaba pegado a
la pared, mirando la pared, asustado.
Esa tarde mi amigo Abdel, que atiende un internet cerca de
la Plaza del Lustrabotas, me contó que el Chico Clefa había muerto la primera
semana de junio.
Nadie había descubierto todavía quién le había rociado con
gasolina y prendido fuego.
No sé si me encuentre de nuevo con la imagen del Chico Clefa
(escuché rumores de que algunas personas lo vieron hace poco), pero lo que sí
sé es que, si alguna vez me vuelvo a topar con él, le diré que sí sabía de su
existencia, que no era una parte más de La Ceja, que era un ser humano como
cualquiera de nosotros y que no tuvo suerte, nada más.
Algunos muertos merecen que no los olvidemos.
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