La suerte y los aromas a las dos de la mañana

Foto gentileza de Marcelo Paz Soldán.


Dedicado a Claudio Ferrufino, Maurizio Bagatin y Nelson Tovar.

Dicen que, si te haces amigo de personas maduras, sea a donde te dirijas, aprenderás por sus testimonios mucho mejor de historia que por los libros formales. Es verdad, o al menos esa verdad se hace latente y contundente en Cochabamba. Tan verdad es, que hasta las anécdotas de los amigos cochabambinos tienen el sabor a kawi del comedor 27 de Mayo, a los choricitos con triguillo de Tarata, a las Huaris enfriadas de heladeras que tartajean en el kilómetro siete y medio, a la chicha contundente más que dulce de las ferias agroecológicas, o a la caricia de la brisa de El Paso, Colcapirhua o Paucarpata, sumado al arrorró que te canta la corriente helada del riachuelo que desciende desde Apote y se desplaza, ágil siempre, hasta Tiquipaya.

Dicen que el “Gordo jajaja”, quien fue, hace mucho, el responsable de la venta de esas salteñas insuperables en Cala Cala, decidió morirse antes que seguir las indicaciones/advertencias de los médicos, pues seguir aquella “dieta estricta” involucraba dejar de disfrutar como él había hecho desde mucho antes... Morir de repente, como aseveraba Reynolds, es un don y algo casi imposible. Quién no quisiera tener un botón de autodestrucción, listo para ser presionado, antes que pasar por el sufrimiento que trae el deseo no satisfecho. Quién no ha querido exiliarse del cotidiano, vivir sin hacer daño, morir de repente, vivir solo para disfrutar, y si no es así, chau, que nadie me joda, que este sufrimiento es mío y si no hay solución, aur revoir, pendejetes... Quién, y no lo pregunto, lo afirmo, no ha querido matarse para dejar de pensar en ella (sea Leonor, la de los ojos acaramelados, diosa coronada de mis tardes en Cosmos 79; o Karen, la de suspiros hechos sonrisa y labios de promesa incumplida, o Micaela, la de cabellos azabache y pezones de un rosado sobrenatural), pues los sufrimientos más sublimes son esos. ¿Alguna vez han amado? ¿Alguna vez un atardecer en Apote no les abrió la posibilidad de cometer un asesinato propio, un egonicidio (ya que hablamos de parricidio, feminicidio y otras parafilias de la muerte), porque la locura, que viene de no saber controlar algo importante o de perder el control, ha dominado sus existencias?

Ir al césped ajeno para sentirse más afortunado, cuestionar la vida y al mismo tiempo disfrutarla. Esa es la virtud de ir a Cochabamba, al menos para mí. “No debieras volver al lugar donde fuiste feliz”, me decía Juan Montiel, recordando sus lecturas de Dante, Sábato y Borges, hace más de veinte años, en la casa-tienda cercana a la avenida Heroínas, las primeras veces que iba a Cochabamba para visitarlos a él y a mi abuela, “No debieras volver, porque te puedes frustrar”, aseveraba, y se iba a pasear todas las tardes para ver las grupas de la fauna femenina que iba y venía en el transcurso de su tiempo, atiborrada de perfumes ignotos para mí por entonces; gracias a él, en cierta medida, comencé a escribir, a hacer historietas donde “mataba” a mis maestros, para venderlas en formato de fotocopias engrapadas, con el fin de luchar en contra del bullying de ser pobre y costearme mis primeros cigarrillos (No es por enamorarles, pero a eso de los once años ya me sabía los sabores y aromas de los Casino, los Astoria y los Big Ben)... Recuerdos que se agolpan, como fantasmas de navidades pasadas y que son sensaciones que se quedan, mas nunca son ni serán memorias que puedan herirme. A pesar de las advertencias de mi abuelo, de Sábato en su Heterodoxia y de las tías lejanas, que siempre son envidiosas y repelentes, como la reina de corazones de Alicia en el país de las maravillas (la reina de corazones de la versión animada de Disney, al menos), nunca me he frustrado en Cochabamba. Siempre que voy, nuevas experiencias sepultan las frustraciones antiguas, nuevas experiencias me enseñan que vivir no es encontrar los extremos, sino surcarlos en gradaciones sin asco, como la experiencia del “Gordo jajaja”, o cuando me encuentro con amigos que más parecen parientes, porque te reciben con entusiasmo: gente distinta, no mejor, sino distinta a la que encuentras en otros territorios, gente que te demuestra que no estás solo en esta encomienda de mierda que es ganar dinero con mentiras, porque ya lo dije alguna vez: la literatura, y al menos la narrativa (porque la poesía es otro cantar) es una estafa consciente, pues vives de mentiras, aunque sean creadas desde la realidad, y los lectores, los lectores que te siguen y te leen, son conscientes de esto, pero te siguen el juego, porque la vida es juego o si no, infierno. Odiar la mentira es para cobardes o marulos (que no maricones, marulos), mientras que seguir la mentira hasta el final es de valientes y de sensatos, de gente que vale la pena conocer.

Pasar por restaurantes o bares de la LLajta, que no lujosos pero genuinos, y encontrar allí a personas que recuerdan a los que están afuera, lejos en distancia pero cerca en cariño, también es un agregado interesante. Muchos lo piensan, en sus anécdotas, al Claudio Ferrufino, mientras que otros, sorpresa de sorpresas, te piensan a ti, enclaustrado en donde vives y estás, allende la sombra andina que es casi escoria, y aunque hayas aparecido nombrado con resentimiento como un paria de mierda en ciertas páginas virtuales, a ellos les resbala esa difamación fundada del hembrismo, pues los amigos de la Llajta te recuerdan con cariño, sin rencor, y si es con rencor te lo dicen de frente, sin medias tintas, qué carajos. A eso me refiero, afortunado quien vuelve donde fue feliz, para seguir siéndolo de muchas otras formas.

La escritura es un camino en solitario, pero la publicación es un trabajo conjunto. Publicas algo y te sientes solo al principio nomás, porque si lo has hecho de manera sensata, aparecen, de pronto, personas que te felicitan por tal libro, por tal memoria falsa que publicaste, y encuentras lectores, porque solo se hace así cualquier publicación: el sonido de la caída de un sauce en un bosque sin gente que lo escuche es triste, pero en Cochabamba siempre encuentras gente que escucha esa caída y está dispuesta a compartirte su experiencia.

Es bueno visitar Cochabamba, porque el perfume de los dedos a las dos de la mañana es de cigarrillo, de chicha, de compañía perfumada con ají y jengibre, canela y sal, wira wira y triguillo acaramelado, y el sueño no aparece, aunque lo invoques.

Dije ya desde las redes sociales que mi cable a tierra son los viajes a Cochabamba, gracias a sus calles, a su calor y humedad, a su gente que, con sus sonrisas, te recuerdan canciones de Los Golpes y a memorias ciegas que recuperan la vista por la creatividad de la onomatopeya circunstante gracias a la chicha consumida..., que “Mi abuela atravesaba los charcos con la falda levantada y choltin-choltin nos alcanzaba para chak´aj chak´aj chicotearnos por gastar la plata de la carne en chicha”, que “El meco es el olor del chaca-chaca y que no sepas eso te hace doblemente ignorante, Daniel”, y saberse acompañado, aunque tengas la vida hecha una condena injusta por estar ocho horas escribiendo frente a una computadora, solo como un cactus de jardín jailón, o junto a una iniciativa ajena a tu oficio de escritor y que nadie (menos ella) te la acepta como algo bueno, para terminar comiendo solo con cigarrillo o vino como postres, termina siendo una suerte inigualable, llena de esa felicidad que tiene, muy en el fondo, algo de tristeza: “No estás solo, cabrón”, escuchas que te dicen en las jaranas (y no para congraciarse contigo, como haría alguna vez cierto periodista bajito de La Razón, fan de amargos escritores heridos y de chupas-homenaje, nomás por hacer conversación o justificar su inseguridad como amigo) y también te recalcan: “Acá tienes lectores, por eso nomás te aguantamos; eres un cojudo, pero eres nuestro cojudo”. Es una suerte tener lectores en Cochabamba, la mejor suerte del mundo, porque si tienes lectores, tienes gente que te acompaña y no idealiza tu oficio con tu vida, aunque a veces parece todo lo contrario.

En 2002, cuando por obra y gracia me encontraba en Puerto Tujuré y conversaba con Bosé Yacu, la última mujer que se sabía bien la lengua Pacahuara (los snobs escribirán “Bossi Yacu” o “Pacawara”), conocí a un comerciante brasilero que me decía que los últimos días de su vida los desearía vivir en Sucre, que allí era como una pequeña Europa y que le gustaba mucho la poesía de Eliodoro Aillón, que se había enamorado así de Sucre y de su gente. Si podría decir lo mismo de mis últimos días (que no sé cuándo será, y si lo decidiría yo por obra y gracia, sería a costa del sufrimiento de los míos), tendría el alma separada en tres: morir en Oruro después de probar un Tojorí bien servido, morir en Puerto Tujuré, a orillas del río Negro, después de comer almendras de piel tibia, o morir en Cochabamba a las dos de la mañana, percibiendo el perfumillo en los dedos de la aventura vivida, sea de piel de amiga o de poesía (“nací muy tarde”, nos respondió una niña de siete años a su madre y a mí, otra poeta “de verdad” y no como Senseve, en Cochabamba, cuando le preguntamos si disfrutaba comprar libros más que jugar en el celular), serían mis opciones más combativas.

Es una suerte tener el alma separada en tres lugares para percibir mi final, y me siento el hombre más afortunado cuando puedo percibir el perfume de la aventura vivida, a las dos de la mañana, en Cochabamba, sin morir aún. 

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