Dicen que, si te haces amigo de personas maduras, sea a
donde te dirijas, aprenderás por sus testimonios mucho mejor de historia que
por los libros formales. Es verdad, o al menos esa verdad se hace latente y
contundente en Cochabamba. Tan verdad es, que hasta las anécdotas de los amigos
cochabambinos tienen el sabor a kawi del comedor 27 de Mayo, a los choricitos
con triguillo de Tarata, a las Huaris enfriadas de heladeras que tartajean en
el kilómetro siete y medio, a la chicha contundente más que dulce de las ferias
agroecológicas, o a la caricia de la brisa de El Paso, Colcapirhua o
Paucarpata, sumado al arrorró que te canta la corriente helada del riachuelo
que desciende desde Apote y se desplaza, ágil siempre, hasta Tiquipaya.
Dicen que el “Gordo jajaja”, quien fue, hace mucho, el
responsable de la venta de esas salteñas insuperables en Cala Cala, decidió morirse antes que seguir las indicaciones/advertencias de los médicos,
pues seguir aquella “dieta estricta” involucraba dejar de disfrutar como él
había hecho desde mucho antes... Morir de repente, como aseveraba Reynolds, es
un don y algo casi imposible. Quién no quisiera tener un botón de
autodestrucción, listo para ser presionado, antes que pasar por el sufrimiento
que trae el deseo no satisfecho. Quién no ha querido exiliarse del cotidiano,
vivir sin hacer daño, morir de repente, vivir solo para disfrutar, y si no es
así, chau, que nadie me joda, que este sufrimiento es mío y si no hay solución,
aur revoir, pendejetes... Quién, y no lo pregunto, lo afirmo, no ha querido
matarse para dejar de pensar en ella (sea Leonor, la de los ojos acaramelados,
diosa coronada de mis tardes en Cosmos 79; o Karen, la de suspiros hechos
sonrisa y labios de promesa incumplida, o Micaela, la de cabellos azabache y
pezones de un rosado sobrenatural), pues los sufrimientos más sublimes son
esos. ¿Alguna vez han amado? ¿Alguna vez un atardecer en Apote no les abrió la
posibilidad de cometer un asesinato propio, un egonicidio (ya que hablamos de
parricidio, feminicidio y otras parafilias de la muerte), porque la locura, que
viene de no saber controlar algo importante o de perder el control, ha dominado
sus existencias?
Ir al césped ajeno para sentirse más afortunado, cuestionar
la vida y al mismo tiempo disfrutarla. Esa es la virtud de ir a Cochabamba, al
menos para mí. “No debieras volver al lugar donde fuiste feliz”, me decía Juan
Montiel, recordando sus lecturas de Dante, Sábato y Borges, hace más de veinte
años, en la casa-tienda cercana a la avenida Heroínas, las primeras veces que
iba a Cochabamba para visitarlos a él y a mi abuela, “No debieras volver,
porque te puedes frustrar”, aseveraba, y se iba a pasear todas las tardes para
ver las grupas de la fauna femenina que iba y venía en el transcurso de su
tiempo, atiborrada de perfumes ignotos para mí por entonces; gracias a él, en
cierta medida, comencé a escribir, a hacer historietas donde “mataba” a mis
maestros, para venderlas en formato de fotocopias engrapadas, con el fin de
luchar en contra del bullying de ser pobre y costearme mis primeros cigarrillos
(No es por enamorarles, pero a eso de los once años ya me sabía los sabores y
aromas de los Casino, los Astoria y los Big Ben)... Recuerdos que se agolpan,
como fantasmas de navidades pasadas y que son sensaciones que se quedan, mas
nunca son ni serán memorias que puedan herirme. A pesar de las advertencias de
mi abuelo, de Sábato en su Heterodoxia y de las tías lejanas, que siempre son
envidiosas y repelentes, como la reina de corazones de Alicia en el país de las
maravillas (la reina de corazones de la versión animada de Disney, al menos),
nunca me he frustrado en Cochabamba. Siempre que voy, nuevas experiencias
sepultan las frustraciones antiguas, nuevas experiencias me enseñan que vivir no
es encontrar los extremos, sino surcarlos en gradaciones sin asco, como la
experiencia del “Gordo jajaja”, o cuando me encuentro con amigos que más
parecen parientes, porque te reciben con entusiasmo: gente distinta, no mejor,
sino distinta a la que encuentras en otros territorios, gente que te demuestra
que no estás solo en esta encomienda de mierda que es ganar dinero con
mentiras, porque ya lo dije alguna vez: la literatura, y al menos la narrativa
(porque la poesía es otro cantar) es una estafa consciente, pues vives de
mentiras, aunque sean creadas desde la realidad, y los lectores, los lectores
que te siguen y te leen, son conscientes de esto, pero te siguen el juego,
porque la vida es juego o si no, infierno. Odiar la mentira es para cobardes o
marulos (que no maricones, marulos),
mientras que seguir la mentira hasta el final es de valientes y de sensatos, de
gente que vale la pena conocer.
Pasar por restaurantes o bares de la LLajta, que no lujosos
pero genuinos, y encontrar allí a personas que recuerdan a los que están
afuera, lejos en distancia pero cerca en cariño, también es un agregado
interesante. Muchos lo piensan, en sus anécdotas, al Claudio Ferrufino,
mientras que otros, sorpresa de sorpresas, te piensan a ti, enclaustrado en
donde vives y estás, allende la sombra andina que es casi escoria, y aunque
hayas aparecido nombrado con resentimiento como un paria de mierda en ciertas
páginas virtuales, a ellos les resbala esa difamación fundada del hembrismo,
pues los amigos de la Llajta te recuerdan con cariño, sin rencor, y si es con
rencor te lo dicen de frente, sin medias tintas, qué carajos. A eso me refiero,
afortunado quien vuelve donde fue feliz, para seguir siéndolo de muchas otras
formas.
La escritura es un camino en solitario, pero la publicación
es un trabajo conjunto. Publicas algo y te sientes solo al principio nomás,
porque si lo has hecho de manera sensata, aparecen, de pronto, personas que te
felicitan por tal libro, por tal memoria falsa que publicaste, y encuentras
lectores, porque solo se hace así cualquier publicación: el sonido de la caída
de un sauce en un bosque sin gente que lo escuche es triste, pero en Cochabamba
siempre encuentras gente que escucha esa caída y está dispuesta a compartirte
su experiencia.
Es bueno visitar Cochabamba, porque el perfume de los dedos
a las dos de la mañana es de cigarrillo, de chicha, de compañía perfumada con
ají y jengibre, canela y sal, wira wira y triguillo acaramelado, y el sueño no
aparece, aunque lo invoques.
Dije ya desde las redes sociales que mi cable a tierra son
los viajes a Cochabamba, gracias a sus calles, a su calor y humedad, a su gente
que, con sus sonrisas, te recuerdan canciones de Los Golpes y a memorias ciegas
que recuperan la vista por la creatividad de la onomatopeya circunstante
gracias a la chicha consumida..., que “Mi abuela atravesaba los charcos con la
falda levantada y choltin-choltin nos alcanzaba para chak´aj chak´aj
chicotearnos por gastar la plata de la carne en chicha”, que “El meco es el
olor del chaca-chaca y que no sepas eso te hace doblemente ignorante, Daniel”,
y saberse acompañado, aunque tengas la vida hecha una condena injusta por estar
ocho horas escribiendo frente a una computadora, solo como un cactus de jardín
jailón, o junto a una iniciativa ajena a tu oficio de escritor y que nadie
(menos ella) te la acepta como algo bueno, para terminar comiendo solo con
cigarrillo o vino como postres, termina siendo una suerte inigualable, llena de
esa felicidad que tiene, muy en el fondo, algo de tristeza: “No estás solo,
cabrón”, escuchas que te dicen en las jaranas (y no para congraciarse contigo,
como haría alguna vez cierto periodista bajito de La Razón, fan de amargos
escritores heridos y de chupas-homenaje, nomás por hacer conversación o
justificar su inseguridad como amigo) y también te recalcan: “Acá tienes
lectores, por eso nomás te aguantamos; eres un cojudo, pero eres nuestro
cojudo”. Es una suerte tener lectores en Cochabamba, la mejor suerte del mundo,
porque si tienes lectores, tienes gente que te acompaña y no idealiza tu oficio
con tu vida, aunque a veces parece todo lo contrario.
En 2002, cuando por obra y gracia me encontraba en Puerto
Tujuré y conversaba con Bosé Yacu, la última mujer que se sabía bien la lengua
Pacahuara (los snobs escribirán “Bossi Yacu” o “Pacawara”), conocí a un
comerciante brasilero que me decía que los últimos días de su vida los desearía
vivir en Sucre, que allí era como una pequeña Europa y que le gustaba mucho la
poesía de Eliodoro Aillón, que se había enamorado así de Sucre y de su gente.
Si podría decir lo mismo de mis últimos días (que no sé cuándo será, y si lo
decidiría yo por obra y gracia, sería a costa del sufrimiento de los míos),
tendría el alma separada en tres: morir en Oruro después de probar un Tojorí
bien servido, morir en Puerto Tujuré, a orillas del río Negro, después de comer
almendras de piel tibia, o morir en Cochabamba a las dos de la mañana,
percibiendo el perfumillo en los dedos de la aventura vivida, sea de piel de
amiga o de poesía (“nací muy tarde”, nos respondió una niña de siete años a su
madre y a mí, otra poeta “de verdad” y no como Senseve, en Cochabamba, cuando
le preguntamos si disfrutaba comprar libros más que jugar en el celular),
serían mis opciones más combativas.
Es una suerte tener el alma separada en tres lugares para percibir mi final, y me siento el hombre más afortunado cuando puedo percibir el perfume de la aventura vivida, a las dos de la mañana, en Cochabamba, sin morir aún.
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