Ganarse el pan con lo que uno quiere hacer, no con lo que
los demás imponen, debe ser algo tremendamente difícil. Conozco a gente que
daría el alma o las muelas (o ambas cosas), por vivir con lo que uno soñó hacer
desde infante.
Le pregunto a Santiago, mi hijo, qué quiere hacer cuando sea
mayor; me responde que quiere ser médico, “¿Para qué quieres ser eso?, ¿acaso
para ayudar a los demás?”, aventuro; se ríe, dice que no con la cabeza y
agrega, con sus cinco años y medio de imaginación: “Es que quiero vacunar a mis
compañeras de curso”. Termina riéndose por la ocurrencia, imitando cómo los
médicos agarran el músculo antes de introducir la aguja. Intuyo que lo dijo
para ver cómo, a esa edad, los niños reaccionan ante una inyección: lloran por
la aguja, pero es por su bien; termino riendo junto a él. El muchacho sabe lo
que es el humor negro, claro, siempre que podemos, hablamos sobre muchas cosas.
Me fascina poder hablar con él sobre lo que le gustaría hacer de mayor, ya sin
tanta broma, ya con esperanza. Ya con ese sentimiento de proyección, nacido de
la necesidad por crecer y dejar algo.
Él ve cómo leo, escribo y reparo sus juguetes, cómo armamos
nuevos juguetes o cómo preparo comida para nosotros o para mis perros; a veces
me dice que quiere cocinar cuando sea adulto, a veces me dice que quiere
construir juguetes. Tiene el tiempo del mundo para escoger lo que desee hacer
para vivir. Su madre, Ruth, dice que quisiera que él fuera médico, que eso le
garantizaría una labor de bien y que sería bueno, muy bueno, tener a alguien
cerca con esos conocimientos. Ambos opinamos que puede ser lo que se presente,
con tal que le guste, con tal que le apasione.
No tengo mucho tiempo (ni espacio, aunque estoy comenzando a
planificar horarios) para hablar con mi otro hijo, Alejandro, pero sé que él
quiere trabajar en cosas que tengan que ver con construcciones, armar
estructuras, conducir motocicleta y ser una persona feliz; alguna vez hablé con
Mónica, su madre, sobre ello. Dijo que Alejandro amaba los juegos de lógica y las
matemáticas. Casi entregado a estas cosas, coleccionaba rompecabezas. Yo me
emocionaba con esta idea: un hijo en el mundo de la medicina y otro en el de
las construcciones, sean tangibles o científicas. Que sean lo que ellos deseen;
eso sería genial.
Escribo desde un internet que me vio trabajar ya cinco años
seguidos, cinco de los diez años que estuve con esta decisión de escribir para
vivir. Dos años, del 2008 al 2010, la decisión casi me cuesta la vida, no por
hambre, sino por un mal en los riñones que terminé eliminando a fuerza de
voluntad y carajazos, el 2011, y con él también, ese mismo año, terminé con mi
primer matrimonio.
Conozco a los que atienden este internet y siempre les
saludo. Trabajo alquilando la máquina, pago dos bolivianos por hora; así me
presiono a funcionar a mil por hora, como hacía Bradbury cuando alquilaba las
máquinas de escribir de la biblioteca de su zona, cuando era joven. A dos de
los empleados de ese internet, con quienes soy más amigo, les regalé “La puerta”,
el 2016. Son muchachos que trabajan de ocho a doce horas para vivir, se la
pasan bien, viendo vídeos de YouTube, chateando en facebook y, sorpresa mía,
también les vi leer la novela; me dieron después sus opiniones, nada
edulcoradas pero muy entusiastas y de las que sí valen la pena escuchar, sobre
ella. “La puerta” fue un experimento bonito, ganó un premio, recibí el dinero,
disfruté gastarlo en mí y en mis hijos, claro; pero no fue un objetivo final ni
mediático.
Uno no escribe para ganar premios o para coronarse como un
mago que domestica, por un ratito, a las palabras salvajes que están dentro del
cotidiano; eso son mamadas, material de p´ajpacu.
Yo decidí trabajar en el mundo de las letras porque vi un
campo que adoraba, desde pequeño, incluso cuando mis compañeros de curso, en
primaria, decían que leer novelas era para “delicaditos”, y yo les respondía
con insultos o, si me lo decía un varón, un puñetazo espontáneo.
Vivir de y para escribir, o de revisar los escritos de los
demás, es toda una aventura. En mi biografía siempre pongo que trabajo en
“corrección de estilo”, porque ese es mi trabajo actual, sin pretextos, sin
prórrogas, sin joder a nadie más que a quien me contrata para que les revise
sus trabajos. Trabajo en este internet desde hace cinco años y desde hace diez
en mi casa, ese cuartito frío que tiene la Cachaza (la mayúscula no es
accidental) siempre lista y caliente, con sultana, limón y canela.
Algún amigo me dijo: “Cumples diez años como escritor y solo
tienes tres libros tuyos, eso es ch´api”; pues sí, me hubiera gustado y me
gustaría aún, poder escribir y publicar más libros, pero mi prioridad es pues
ganar dinero para poder comer. No somos unos putos fascistas para arrojar
libros y romper guitarras. Somos escritores, o eso pensamos que somos... Yo con
corregir textos académicos y literarios estoy en paz, feliz, no falaz, feliz;
que me digan que soy una mierda, un resentido social, un frustrado, o como hace
ratito alguien me dijo por Facebook: “misógino” (porque publiqué un meme sobre
una Frida rebelde, siendo replicada de manera irónica por un Diego Rivera “muy
sano”), a mí me importa un bledo, me paso por la bolsa escrotal todo eso. Es
más, me divierte hacer hervir la sangre de alguna/cierta gente.
Ganarse el pan con lo que uno quiere hacer, no con lo que
los demás imponen, debe ser algo tremendamente difícil. Por fortuna, tengo la
confianza de mi correctora de estilo (Ruth) que ve que no escriba babosadas y
que, cuando lo hago, no espera mucho y me agarra a cocachos simbólicos para que
me dé cuenta.
Al final, “una persona insignificante que escribe para vivir, siempre trata de hacerlo bien”, dijo alguna vez Isaak Babel, y le creo.
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