Ejemplos hay hasta en la sopa: “El Viejo y el mar” de
Hemingway, “La Carretera” de McCarthy, “A pleno sol” de Highsmith, “Tirinea” de
Urzagasti, “Pedro Páramo” de Rulfo y muchísimas más... Estas menciones son de
novelas cortas, casi nouvelles, así que no hay dónde perderse. Escritor,
recuerda, no necesitas atiborrar al lector de páginas y páginas y páginas para
contarle algo importante.
Basta, como Victor Hugo fue consciente, con algunas líneas
para descolocar al lector; por ello escribió, casi inconscientemente, la última
novela clásica de la historia: “Los miserables”, la cual contiene, sin
exagerar, más de 10 nouvelles en ella: la historia de Jean Valjean, la de
Monseñor Myriel, la de Cosette, la de Fantine, la del inspector Javert, la de
los Thénardier, la del pillo Gavroche, la de Marius, la de las cloacas, la de
las barricadas, la del conservador G y muchas otras más... Así que no hay
pretextos: una novela es un acontecimiento, un despliegue de las habilidades
del narrador por mostrar un mundo, un universo único y selecto, desde donde se
pueden ver aún restos de otras historias, porque, como ya dijeron tantos
literatos estudiosos y otros no tanto: la literatura trata de
imitar/representar la realidad con lo que puede, aunque sabe muy bien que nunca
logrará replicarla del todo.
Y bueno, dicho todo esto, puedo decir que “Hayley”, el más
reciente libro de Adrián Nieve, no es una novela. De hecho, no sé qué es, si
una transcripción aburrida de un stand-up de la Geraldine O´Brien Saenz (perdón,
Geral), un guiño a los monólogos de algún filósofo amante de lingüistas
inútiles o el manifiesto sobre la muerte a partir de un psicólogo desubicado.
Quizá el autor estaba tratando de darle forma a un tema tan delicado, pero creo
que había otras formas, no necesariamente aburrir al extremo del aneurisma al
lector tradicional, si no común, al menos al lector que abre las páginas de un
libro en espera de encontrar algo más que una muchacha hablando pavadas.
¿De qué va “Hayley”? Cinco vídeos preceden el deceso de la
susodicha; los cinco vídeos son una justificación, una explicación, una
fundamentación. Ah, sí, y un epílogo que puede matarte de desesperación, no
tanto por lo que dice, sino por cómo lo dice.
El destinatario de los vídeos es el pobre Alejandro Callejón
(¿Qué necesidad de los autores del tercer mundo por bautizar así a sus
protagonistas? Yo le hubiera puesto Emilio Choque o Pablo Mamani, digamos;
¡pero no!, Alejandro porque sí [nombre de telenovela, nombre de serie de
televisión], y Callejón porque es un apellido “guiño”, ya que una “muchacha
alemana” no se fijaría, ni cagando, en un Mamani, guiño guiño, pero sí en un
Callejón [Fin de creepybroma#1]); digo pobre Alejandro porque no sabe lo que le
espera. La muchacha de los vídeos lo aburrirá hasta el hartazgo, diciéndole a
cada rato, por medio de los videos que se suceden del primero al quinto como
una babosa por una superficie del salar: miento no miento, soy no soy, estoy
triste no lo estoy, te amo pero te odio pero te amo, me muero pero quizá no;
soy especial y detergente y no lo soy; ah, sí, y tú, eres un cojudo mas no
tanto pero sí lo eres.
Mientras el libro presenta los cinco vídeos transcritos, se
suceden los creepyfacts, o sea, pistas generales desde donde el autor trata de
hacernos comprender por qué carajo deberíamos leer todo esto. Creepyfacts
mediante, nos encontramos con una mentirosilla e insegura femme fatale, como
casi cualquier persona que no se preocupa por comer, sino por llenar su tiempo
con pajas intangibles. El lector podrá leerlo con interés, claro, si le llegara
a interesar al menos un poquito la bipolar de Hayley, protagonista-narradora de
los videos, pero no, no y no. El concepto de novela pierde sentido en la
tercera y cuarta líneas del texto: “Tú nunca me creíste, se te notaba en tu
cara, en tus tonos, en tu mirada especialmente”. Ya no asistimos a un intento
de recreación de una realidad, sino a un confesionario que tiene claves que
tardan en ser identificadas y, por ende, desechadas por ser tan sosas. Hayley
habla al muchachón, pero también al lector. El resto es eso. Leerla, entender
por qué se despide así, y etcétera al infinito.
Pero para ser sinceros y no tan hijueputas, si hay que darle
crédito al esfuerzo de Nieve, es con los temas, ya que son específicos e
interesantes, a pesar de sus limitaciones verbales (¡las tildes y los tiempos
verbales no producen cáncer, correctores de estilo de 3600!): ¿cuánto llegamos
a conocer a alguien? ¿Es acaso la depresión un estado de existencia suficiente
como para suicidarse? ¿Nos merecemos leer a una depresiva y mentirosa para
comprender aquello?; las dos primeras interrogantes no se responden, pero sí se
formulan de manera repetitiva hasta el hartazgo (repito. quizá el mejor logro
del libro, si alguien llegara a terminarlo, claro). La tercera la respondo yo
como lector: No lo vale.
Diré por qué. Son 156 páginas huecas, redundantes,
petulantes, ya que, si bien Nieve mejoró bastante a comparación de su primer
libro, en este entra con tanta confianza, que no espera que el lector le
reproche por perder el tiempo con su lectura. La temática es interesante,
bastante, pero su ejecución no.
Flojera. A eso me voy. Una novela no es el epítome de la
flojera. Una novela cuenta un argumento y “Hayley” se pasa ese requisito por la
bolsa escrotal (o por el monte de Venus), pensando que el lector le dará una
oportunidad si pasa la primera página a salvo. Pero la primera página se repite
y repite y repite en un loop de mierda que recuerda en algo a la fatídica y
casi siempre mandada a la mierda “La guerra del papel” (que yo bauticé como “La
guerra del popó”), pues imagino que únicamente los jurados y los amigos de
Calatayud la leyeron enterita, así como creo que pocos terminarán de leer
“Hayley”, a pesar de su simpleza (que no sencillez, simpleza, tan plana como
culo de aspirina y vacía como promesa de trabajo de viejo pretencioso); así, los cinco largos capítulos y el epílogo, que es narrado en
tercera persona y que aburre más, con el paseo del Alejandro Callejón por un
cementerio, terminan por sepultar las intenciones de nombrar a “Hayley” como
una novela.
Si puedo rescatar algo de este libro, sería el tercer capítulo
o tercer vídeo, donde Hayley nos cuenta de otras personas y por qué quiso
replicarlas en su propia vida, imitándolas, deseándolas, intentando algo que no
fue al final. La cosa se vuelve harto interesante hasta que, parafraseando a
Cecilia De Marchi Moyano, la misma Hayley “le da la espalda al lector”.
Describe la segunda vez que tuvo intimidad con su oyente, Alejandro Callejón, y
lo hace como si el pobre de Alejandro no supiera de qué está hablando ella al
final. O sea, chavos, ya sabemos que ustedes lo saben y lo hicieron, ¿hacía
falta detenerse en esos detalles, como si Hayley pensara que Alejandro es un
cojudo más [Fin de creepybroma#2]?
Lo que me entristece en cierta medida es la ausencia de
lecturas y de trabajo arduo de los autores de la llamada “nueva generación”,
que no es tal, porque están tan alejados de una calidad narrativa, que se nota
en sus primeros intentos ese esfuerzo, esas ganas por ser leídos por terceros,
de crecer, pero es como invitar a una tortuga a trepar el árbol como el mono.
No se puede, y no hablo de razones genéticas ni morfológicas, sino que me
refiero al sentido de evolución del narrador, su preocupación por leer algo más
que lo que recomienda el canon snob. Cualquiera puede escribir monólogos, pero
no cualquiera puede convertir estos monólogos en trabajos dignos de lectura o
atención (perdón otra vez, Geral).
Yo preferiría olvidar mis cinco días invertidos en la
lectura de este libro, entre dormirme a media frase tediosa o saltarme párrafos
idénticos a otros aparecidos páginas atrás; en cierto momento de la lectura de
“Hayley” pensé en Jay Asher y su novela “Por 13 razones”, pero se me pasó la
comparación obvia, porque estaba al borde del aneurisma por comprender que
cinco capítulos sosos y un epílogo aún más patético, no son lo que asegura su
contraportada. ¿“Atrapante novela”? No timen de esa forma, atrapante sí que fue
la “Tirinea” de Urzagasti, o “La telaraña” de Boero Rojo, o “La tumba
infecunda” de Bascopé, o, permítanme citar a los actuales, “Por nuestra
Perestroika” de Suárez (¿Nieve los habrá leído alguna vez, más allá de hablar
siempre de Bolaño [o ese no era su amigo, Oscar Martínez] [Fin de
creepybroma#3]?); y atrapante no es este solipsismo impreso, intento fallido,
paja mental, que trata de movernos la emoción pero a mí, perdón, me hizo sentir
que, muy aparte de lo académico, están confundiendo a la burla escatológica
hacia el lector, como literatura.
Y una cosa más. La tapa es preciosa, una pena que en los
créditos no se mencione al autor ni a la obra (“Muchacha con medias grises” de
Egon Schiele) y sí al diagramador [Fin de creepybroma#4]. Es decir, ni eso han
hecho bien. ¿Qué pasa con esa falta de respeto al lector exigente, a ver?
En síntesis, un libro difícil pero si se lo termina te
enseña algunas cosas (como elegir mejores lecturas: habiendo tanto buen
narrador, darle oportunidad por segunda vez a un cuate que la cagó a la primera
debiera ser un pecado, un sacrilegio [Fin de creepybroma#5]); su temática bien
podría funcionar como cuento o ensayo, pero como novela, no che, o no, al menos
en la forma que fue concebida en esta obra.
Es que para el aburrimiento no Hay-ley: si sucede, los
lectores no perdonan.
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