Mira al sur. Divisa las montañas pequeñas y se muerde los
labios. Piensa que todos allí abajo son hormigas y que si alarga el dedo hacia
ellos, los aplastará.
Así le vienen a la mente recuerdos crueles, donde el miedo
se resumía en legañas, cabellos opacos y guardapolvos sucios.
Ellos son los culpables, piensa, y el viento asiente por
ella.
La habían criado y educado (como a miles) con la certidumbre
de evitarlos, de creer que no existían, que estaban imposibilitados de hacerle
daño alguno, que no eran superiores. Nadie con esa estupidez lingüística de
hablar pateándose el castellano o con esa expresión bovina y patética era lo
suficientemente fuerte para herirla.
Se consideraba especial. Era la mujer del futuro. La
profesional, la futura madre de hijos lindos, blanquitos y sonrosados como
ella. Viviría como una ejecutiva, leyendo libros de personas exitosas y
comiendo como mandaba su entorno. Gastar una fortuna en el almuerzo y dejar
sobras para hacer creer al resto que a ella no le importaba. Vestir con ropas
limpias sin aroma a detergente, pero con otros olores: los del éxito. Eso sería
ella. Una flor que expelía el aroma del éxito.
Se casaría con alguien de su nivel: alguien que se
preocupara por sus principios y por sus fines. Sí. Ése había sido el sueño.
Pero (¿por qué siempre hay peros en la vida?) no sucedió
así.
Desde que ingresó a jardines, escuelas y colegios, la misión
de alcanzar la felicidad se había tornado irrealizable: siempre pululaban
cerca.
Morenos y morenas con orejas de contornos negros, asquerosos
como llantas de bicicletas viejas; ceras en los oídos y uñas negras como
medialunas teñidas de noche...; mocos y mejillas rajadas...
Reaccionaba en vano. Su padre le explicaba que debía ir a
esas escuelas para que sus enemigos (socios, en el lenguaje del padre) no le
criticaran. Vivían en una mansión (eso estaba claro), pero debían ser justos.
Educación fiscal. Nada de lujos innecesarios, para que nadie sospechara de los
negocios de papi.
Ella trató de soportar las miradas, las preguntas, las
sonrisas de los niños y niñas que la rodeaban, sus alientos y sus costumbres.
Trató por mucho tiempo, hasta que de un día a otro explotaba y había que
inscribirla en otro lugar, quizá esta vez más decente.
La madre decía, indignada más por la hija que por las
circunstancias, que por eso eran colegios fiscales, que en esos entornos había
de todo: pobres mamarrachos y futuras putas, gente que soñaba escapar de su
estado miserable; gente que ya no quería heder, y que, a pesar de sus esperanzas,
al final terminaba allí, muy en el fondo, protegiendo al resto más decente, del
abismo.
Pero (otra vez esa palabra), en la universidad fue peor.
Más morenos que le preguntaban la hora y que recibían
sopapos a cambio: sopapos en punto, sopapos y media y menos cuarto para más
sopapos.
En primer año marcó su récord: Muchachas morenas de mejillas
sanas que también recibieron lo suyo; docentes enanos y morenos que fueron tratados como mozos de cuadra, y otros varones a los que fulminó con la mirada
por atreverse a chequear su flaco y anodino trasero. Se indignó.
Exigió otra
universidad, pero se calló cuando lo conoció.
Él era rosado como ella.
La relación no sirvió.
Ella lloró. Se recuperó en unos meses y, como siempre,
encontró a otro muchacho más lindo... que la usó y la cambió, más tarde, por
una mulata de los yungas.
Y para colmo su trabajo nuevo sería un infierno: tuvo que
tratar de señor a un moreno feo que le trataba como a una empleada; y para
colmo encontró a un nuevo tipo, de cara y glúteos perfectos (es decir: rosados)
que, (¡oh, qué triste la vida!), la usó y la dejó también.
Antes de saltar mira al sur.
Llama desde el celular al tipo de cara y glúteos perfectos
(o rosados...).
El tipo ríe desde el auricular y cuelga.
Y entonces Ana finaliza sus días saltando del puente y
estrellándose contra un bus que pasa por debajo. Trepana el techo y su cabeza
sale por el chasis. Su frente se ralla como una zanahoria en un raspador de
cocina.
Ana lo hizo con la esperanza de descansar.
Pero (¡otra vez esa palabrita!), aquí no termina su nefasto
destino.
Ella desconoce (pues los muertos no se enteran de nada) que
la autopsia la realizará un doctor que apellida Mamani, que tiene los dedos
romos y morenos, como los de un gorila, y que acostumbra tararear el Pasito Tun
Tun de Los tigres mientras crea con su bisturí profundos surcos rojos, bifurcados
sobre los pechos de sus pacientes.
Surcos que forman una “Y” casi perfecta.
(Enlace de imagen: https://andina.pe/agencia/noticia-estres-y-ansiedad-incrementan-casos-manchas-sin-color-la-piel-618812.aspx)
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