Un acto de fe (Texto apócrifo de presentación de "El oro de las estrellas extinguidas" de Claudio Ferrufino)



Todo acto de amor es un acto de fe, un salto al vacío con los ojos vendados, el alma en un puño y el corazón en la garganta, listos ambos para ofrendarse a quien quiera tomarlos: se los puedes ceder al padre enfermo, a la madre ausente, al hijo que tiene la mirada profunda y la boca llena de frases que te salvan cada tarde, o a la muchacha de ojos grises o avellanados que te demostró lo que sí era el dolor y transformó tu vida en oro puro, maleable por la pasión e irrompible ante la indiferencia. Casi siempre esta clase de actos se dan con más fuerza si hay un halo de misterio involucrado, como jugarse el todo por el todo, vender el cuero que cubre la piedra que te sirve de almohada, regalar tu tranquilidad y descanso, incluso después de morirte y nunca ser sepultado ni por la tierra ni por el recuerdo de los tuyos.
Así es el amor, ciego, un elemento que nos vuelve ajenos a la naturaleza, vulnerables a pesar de nuestra cognición; pero a veces, solo algunas veces, este amor sí vale la pena y termina curando lo que por definición llevamos corrupto desde que nos envían al colegio: nuestra conciencia como seres humanos.
Estamos ante un tiempo muerto que solo parece vivo y sano cuando algún autor de la rosca tradicional convoca a sus fans para llenar de perfume los salones del entorno, desde el cual los postulados de Cioran y Ligotti sí se justifican. Ejemplos sobran: que una madre se mata con su hijo en Colombia y una mayoría se burla del acto o la insulta desde sus burbujas de comodidad, que un actor mediocre de culebrones mexicanos le dice “pinche india” a una actriz amateur que fue nominada a los premios Oscar y nadie se indigna (mucho menos ciertas activistas), o que importó más la presión en las tetas de la beishu que la muerte de la última pacahuara, en 2013, son cosas de todos los días. Sé que estamos en el mismo barco y también sé que una mayoría no se da cuenta de ello, por eso nos estamos yendo despacito a la fosa séptica evolutiva y, en unos años, calcularía que todo el globo se convertirá en una Prípiat emocional; no es sorpresa esto, Isaac Asimov cambió de una postura humanista a una nihilista a mediados de los ochenta y dejó de hablar del destino cibernético de la humanidad cuando en entrevistas se le preguntaba sobre aquello; es más, sorpresa sería ver luz al final de túnel, pero este túnel parece más frente achatada de abogado torturador: nadie sabe lo que hay más allá, quizá dos mil abdominales pensadas y calculadas por matemáticos sin título, quizá canchas con césped sintético más que hospitales y lugares comunes por doquier, o sonrisas estúpidas en gigantografías pagadas con el dinero del pueblo. Lo cierto es que la única arma ante esta “vocación de abismo”, como dijo en 2009 Carlos Monsivais, puede ser el amor.
Y se preguntarán: ¿qué tiene que ver el amor en la presentación de un libro tan grandioso como “El oro de las estrellas extinguidas” y las nuevas ediciones de “Virginianos” y “Ecléctica” de Claudio Ferrufino?
Amor a la palabra y maestría. Eso se ve. Cada libro de Claudio es una demostración de amor incondicional, un salto al vacío sin paracaídas, un acto de fe.
Estamos ante un tiempo muerto, ya lo dije antes y lo seguiré diciendo hasta que alguien me diga: “Ya cállenlo al pobre”; y como estamos así, no cabe más que apelar a medidas desesperadas; ¿y quién mejor que Claudio para mostrarnos el camino de lo que está sucediendo en nuestra sociedad, o cómo piensa el mundo a través de su visión de la realidad? Sus libros son una medida desesperada de amor incondicional, un oasis en medio de tanto tedio protocolar, una orientación tal, que hasta el piropo que le lanza a Gabo sobre su última novela (“Memoria de mis putas tristes”) en una de sus notas, va más allá del mismo piropo. Su lenguaje es ácido, sabio, magistral, real, y no queda más que considerarlo un maestro, quizá uno de los pocos, que parió Bolivia los últimos años.
Lo conocí por las redes sociales hace más de diez años, y en cada ocasión que charlábamos por medio del chat, descubría los estratos de cognición y de poética que constituían su obra y su talento; el no pertenecer a roscas e incluso ir más allá de esas roscas, más que sorprenderme, completó mi visión de él como un artista completo: le debemos a él la certidumbre que se puede escribir sin tanto bombo, ni autobombo, porque lo que interesa en su obra es la arquitectura de un dolor que va más allá de que suene bonito lo que cuenta, sino que lo que cuenta nos interna en ese acto de amor de comprender al otro y comprenderse a uno mismo, todo al mismo tiempo.
Todo acto de amor es riesgoso y estúpido, decía Ligotti, porque nada es bueno ni malo si no pasa antes por el lente de esa maquinaria llamada emocionalismo; nos está matando el emocionalismo barato, aquel que se pasa por la bolsa escrotal la empatía y la virtud de ser humanos y solo prioriza la comodidad personal... Y justo Claudio explora estos elementos en sus artículos que, de breves y buenos, adquieren la virtud de convertirse en joyas que nos motivan a salir de nuestros espacios de comodidad y nos hacen pensar, nos hacen ser humanos de nuevo.
Percibo a Babel, a Chejov y a Ligotti en sus escritos, pero también lo percibo a él como un creador extraordinario, uno que está haciendo escuela donde va y donde siempre consigue lectores, y esto no solo pasa en los “Virginianos” de los noventa, o en la posterior y grandiosa “Ecléctica” o en los últimos escritos que se incluyen en “El oro de las estrellas extinguidas”, sino también en sus novelas, únicas, que nos hacen sentir pequeñitos pero constantes ante su talento. El amor a la palabra es casi adictivo en Claudio, y eso está bien, muy bien, y qué mejor editorial para hacer esto con él, que 3600, que ya nos ha dado tantas obras que sí dan gusto leer y tener.
Después y antes de Jaime Nisttahuz, considero, como dije ya arriba, a Claudio como mi maestro en la escritura, aunque sé que nunca escribiré como él.
Solo queda la palabra escrita como prueba de que seguiremos leyéndolo con gusto, y trataremos, en lo mejor posible, de poder llegarle a las suelas de los zapatos en cuanto a calidad.
Larga vida a la obra completa de Claudio, y que nos acompañe como maestro muchísimos años más.

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