En apariencia no era voyeurista, ni siquiera la palabra le
sonaba. Le atraían las mujeres bonitas, como a todo el mundo, o al menos como a
todos los que piensan que la belleza se resumía en eso: un buen trasero, unas
lindas tetas, una cintura cóncava, cuello de cisne, ojos limpios y labios como
para morderlos. Le gustaba mirar, y sí, muchas veces su madre le pescaba observando
a una muchacha en la calle y él, tan callado como siempre, bajaba la mirada,
mascullaba con la boca torcida un “perdón” y seguía su camino, haciendo girar
las ruedas de su silla.
Pero no era lascivo, solo se limitaba a reconocer esa
belleza, prohibida para él, porque sabía, muy en el fondo, que nadie le haría
caso.
Y sí, era duro deslizarse con la silla de ruedas y aparentar
que la vida no le afectaba a uno, era muy duro; pero ya se había acostumbrado a
ello, después de seis meses de amartelo, sobando los muñones de lo que, alguna
vez, fueron sus piernas. Ya no habría partidos de fútbol, ni salir solo a ver,
en los barrancos, el brillo de la tarde. Ya no caminaría al altar para esperar
a su novia, porque ni eso le había dejado el accidente. La novia no volvió a
ser real, el coche se quedó destrozado, las piernas terminaron pudriéndose y el
amor no regresaría para tocar las puertas de su existencia.
Alguien, sí, alguien le había dicho voyeurista hace poco. Un
amigo de su amigo de colegio, un estudiante nuevo. Lo dijo el momento que lo
sacaron a pasear por el barrio.
—Un momento pararemos —pidió él.
—¿Aquí? —dijo su amigo.
—Sí, es que... miren —y señaló al edificio que se levantaba,
al frente.
Una ventana semiabierta, sin cortinas, mostraba a una mujer
muy guapa. Sus cabellos ensortijados, sus labios, sus brazos, su torso tallado
al caliente, eran un poema.
—No seas voyeurista —dijo el amigo de su amigo—, mejor volvé
al colegio, chango, así ves las minas que desees.
—No puede volver —dijo el amigo—, ya sabes, por lo de su
novia...
—Ya, silencio —dijo él—, está bien, vamos nomás. Doblaremos la
cuadra y...
—Oye, Joaco —interrumpió el amigo de su amigo—, ¿es verdad
que no tenías permiso para conducir cuando te accidentaste?
—Basta, chango —cortó su amigo—, vamos nomás.
—La Morayma murió al instante, ¿verdad? —preguntó el amigo
de su amigo.
—No —dijo Joaquín—, agonizó quince minutos, cerca de mí. Yo estaba...
—Suficiente, cojudo —calló su amigo a Joaquín y al otro
amigo—, volveremos nomás.
Y así, desde esa tarde, salía solo, con la silla de ruedas
aceitada, y había adquirido práctica; sus brazos ya no le dolían al
desplazarse, y sus muñones quedaron en ello: en muñones y no en piernas
fantasmas, que se adormecían sin existir y le alarmaban en la medianoche, casi
al borde de las lágrimas y del grito.
No salió con sus amigos ese día. Su familia festejaba Todos
Santos, mientras que todos, en su colegio, se vestían de los asesinos de The
Purge e iban, el 30, a pasear a lo largo de El Prado, alardeando con el
personaje en el que estaban metidos.
Atardecía. La sangre del cielo se empalidecía, antes de
oscurecerse. Joaquín salió y dijo que volvería pronto. Su madre preparaba la
mesa para Todos Santos y la imagen de su padre, en la parte superior del altar,
pareció fruncir el ceño al momento que él lo veía por última vez. Él igual
había sufrido un accidente de coche. Su cabeza se había reventado con la llanta
que le había pasado encima. El funeral fue breve, el entierro, más breve aún. Por
borracho, decía su abuela, por cojudo, decía su madre.
Salió y se desplazó por la calle, viendo a niños vestidos de
Miguel de la película Coco y a niñas transformadas de Star Butterfly, aunque
muchas eran morenitas. Iban a El Prado, claro, y él se limitó a tomar la calle
que llevaba a ese edificio.
La había visto ya hace medio mes y, como todas las tardes de
esas dos semanas, esperaba la hora del crepúsculo para ver su ritual: la
muchacha se desvestía lentamente, se cambiaba de ropa y terminaba por salir,
con tacos altos, de esos que acentúan la línea que divide el trasero y las
partes anteriores de las piernas, para perderse por la calle que bajaba a la
avenida principal...
Su departamento era el del primer piso. Era fácil plantarse
en la calle, estirar el cuello y alcanzar a ver lo que ella hacía a esa hora. Era
fácil, tan fácil como hacerse a los cojudos para levantar una moneda en media
calle. Su tutor le preguntaba qué hacía ese tiempo, y Joaquín le decía: “Ejercicios”
y doblaba el brazo para mostrar el bíceps.
La imaginó como una prostituta. Pero había algo más. Cuando salía,
él se limitaba a bajar la cabeza o ver a otro lado. Pero al tercer día de haber
ido, después del descubrimiento, Joaquín se dio cuenta que ella sabía de su
existencia. Sabía que él la espiaba, y a veces, al menos estos últimos ocasos,
ella le sonreía antes de desaparecer por aquella cuadra que daba a la avenida
principal.
Y se puso en posición, esta vez, para ver mejor el
espectáculo.
Se había propuesto verla sinceramente, sin miradas de reojo;
ser un voyeur real. Aunque, el término era impreciso: el voyeur era quien veía
encuentros eróticos y eso le bastaba; ver a una mujer desnuda no significaba
practicar el voyeurismo, aunque, sí podría significar aquello, en tanto la
mujer comenzaba a tocarse.
Así que verificaría si era o no un voyeur profesional.
Vio que la mujer se desvistió, esta vez más lentamente,
hasta que quedó completamente desnuda. Sus ojos se encontraron. Joaquín reconoció
la sonrisa de esas últimas tardes y comenzó a sentir calor. Al final, ese año le
habría tocado el curso de la promo... así que ya sería un hombre. Por eso se
había estrellado con el coche de su madre, por eso Morayma había muerto, por
eso estaba como estaba, porque cuando lo hizo, hacía ya más de seis meses
atrás, no era un hombre. Ahora lo era. Era un hombre, contemplando a una mujer
que se sabe observada, y sonríe con plac...
Dejó de pensar en todo eso cuando vio cómo la mujer se desmantelaba
la pierna con facilidad; el cuerpo desnudo, lúbrico, se apoyó sobre un taburete
y la mujer se extrajo la otra pierna, esta vez como arrancándosela. La sangre
fluyó como una explosión.
El brazo derecho giró hasta desenroscarse de la rosca del
hombro, y con los dientes, la mujer desprendió el otro brazo.
Joaquín vio el rostro de la mujer viéndole a su vez.
Era un torso sin brazos ni piernas, y con una cabeza oscilando
como un péndulo invertido, izquierda, derecha, izquierda, derecha, y el
estertor de los músculos cediendo y el quiebre de los huesos de las vértebras,
permitiendo que la cabeza (que aún lo miraba) cayera y rodara hasta el balcón,
le arrancó un gritito.
Joaquín comenzó a desplazar a fuerza de sudores y de
exhalaciones exageradas la silla de ruedas, para alejarse del frente del edificio,
pero se paralizó cuando escuchó que algo caía del balcón.
Algo como una pelota.
Algo que rebotaba.
Algo que rodaba hasta donde estaba su silla de ruedas...
Se redujo en la misma silla, mirando hacia sus muñones.
Justo debajo, debajo de su silla de ruedas, más allá de los
muñones de su cuerpo atrofiado por el caos, más allá del asiento como tal, en
medio del tinte oscurecido del pavimento, vio surgir, lentamente, la cabeza,
parte de la frente y los ojos de la cabeza.
Y reconoció los ojos de Morayma.
—Es hora de hacer justicia —graznó la boca ensangrentada de aquella cabeza.
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