Después de la copiosa lluvia, vino el granizo. Primero los
truenos iluminaron los techos de las casas del casco viejo; después, ruiditos como
crujir de dientes rodearon toda mi atención y supe que era momento de escapar
del granizo que comenzaba; sea como fuere, tendría que esquivar calles, salir
de callejones y tratar de encontrar un techo, un espacio no invadido por aquella
masa de hielo dividida en miles de esferitas, que pronto se precipitarían al
piso como proyectiles ciegos.
Ingresé al antro con esa idea. Mi chamarra estaba pesada por
la humedad y mi cabello se me había pegado a la frente y me dificultaba la
visión. Al principio no pude reconocer que el lugar estaba abarrotado, tampoco
que la única luz (ambarina, casi como estar dentro de un panal de avispas
yungueñas) proviniera de un montón de velas repartidas en los pilares de las
esquinas; por eso me sorprendió encontrar un relativo silencio en el lugar y a toda
la gente que lo llenaba, mirándome sin pestañear.
Al principio no pude reconocer qué hacían, mala suerte la
mía. “Es una especie de lectura o algo así”, pensé, y como todos no apartaban
sus ojos de mí, me acerqué a la barra y saludé al mesero.
El mesero apoyó los antebrazos sobre la madera y sus ojos me
dijeron que no me diría nada. Algo andaba mal.
Intuí que todas esas personas estaban en una reunión, de
judíos masónicos o de nazis hiperbóreos, no supe precisarlo en ese momento bien.
Me alejé de la barra y comencé a caminar hacia la puerta de salida.
Afuera el granizo impactaba con un ruido ensordecedor; tendría que ir a otro
lugar. Sentí los ojos de la gente clavándose en mi nuca, en mi espalda, en mis
costados y en todas partes; ¿cómo reaccionar ante eso? Mi ropa mojada no
aportaba a que me sintiera seguro, mucho menos a que se me pasaran los
temblores, así que apuré los pasos y estiré la mano en dirección a la puerta.
Pero escuché algo, eran como jadeos, aunque más forzados.
Mi cabeza giró sin que se lo ordenara, hacia donde se
originaban aquellos ruidos.
En medio del salón del antro, una mujer estaba inclinada sobre
una tarima e iba introduciendo, lentamente, piedras negras y brillantes en el cuerpo
desnudo de un hombre amordazado y echado allí; este gritaba, pero no se le
escuchaba bien, precisamente por cómo estaba. La mujer sabía dónde encajar las
piedras: entre las costillas, debajo del diafragma, del esternón, sobre las clavículas,
en el cuello, en el bajo vientre. Lo terrible era que el hombre, todavía vivo, reaccionaba
a cada inserción de manera menos violenta, mucho más resignado a hacerse a sí
mismo un campo dentro de sí mismo para que las piedras ingresaran sin
producirle dolor. No vi sangre en sus heridas.
Mi parálisis se convirtió en movimiento al darme cuenta, por
el rabillo de ambos ojos, que varias figuras se dirigían hacia el espacio libre
de la puerta de salida.
Al principio la adrenalina se agolpó en mi estómago y subió
hasta mi cabeza como en esos vídeos en donde la gente que está en peligro
adopta una posición rígida y lista para el ataque, y luego vomita; solo que
esta vez no hubo ni vómito ni ataque, pero sí hubo velocidad: mis
piernas me transportaron al exterior en un parpadeo, casi como si hubiera
deseado volver a la humedad y al frío de la noche. Sentí cuerpos precipitándose
hacia mí, dedos apretando mi piel y al instante resbalándose y desintegrándose, como si
estuvieran hechos de barro o de algo más asqueroso. Luego percibí pestilencia y
frío y agua helada y el suelo lleno de bolitas blancas, diminutas pero duras
como piedrecillas, chocando contra mi pómulo izquierdo.
La imagen de las piedras insertándose en la carne, en los músculos
y en la grasa de aquel hombre reanudaron mis energías. Me levanté y corrí tanto
como pude.
El granizo había menguado.
El cielo abrió unos párpados de niebla y un enorme ojo sin
esclerótica, una especie de cúpula negra mirando al piso,
descendió hasta quedar a unos treinta metros de los techos.
Giré sobre mis talones y vi a la masa de gente corriendo hacia
mí.
Mientras corrían, vi que sus piernas se quebraban y ellos, o
lo que quedaba de ellos, caían sobre sus caderas desmenuzadas, a veces se
apoyaban en sus muñones o caían de cara, enterrando los huesos de sus rostros
en el interior de sus propios cráneos.
El espanto me hizo abrir por demás mis ojos y levanté la
cabeza hacia el cielo.
El ojo negro con los párpados de niebla bajó más, hasta quedar
a la altura de los techos.
Los cuerpos destrozados se arrastraron hasta donde yo me había
quedado y estiraron sus aristas podridas para tocarme...
El globo ocular se hundió entre los tejados y quedó a centímetros de mi cabeza, y su reflejo de espejo siniestro me mostró el reflejo de mi rostro espantado: me vi en el ojo negro, me vi y supe que debía despertar...
El globo ocular se hundió entre los tejados y quedó a centímetros de mi cabeza, y su reflejo de espejo siniestro me mostró el reflejo de mi rostro espantado: me vi en el ojo negro, me vi y supe que debía despertar...
Y desperté.
Lo primero que vieron mis ojos fue la ventana de mi cocina.
Lo primero que vieron mis ojos fue la ventana de mi cocina.
Estaba amaneciendo.
Había sobrevivido a la pesadilla que tanto se me había
repetido, una y otra vez, hasta la noche previa.
Sabía que ya no soñaría con ese antro, ni con el granizo, ni con el ojo en el cielo, ese que tenía los párpados de niebla.
Sabía que ya no soñaría con ese antro, ni con el granizo, ni con el ojo en el cielo, ese que tenía los párpados de niebla.
Eso me produjo
cierto alivio; pero mis hijos y mi esposa seguirían allí, con los cuchillos de la
cocina enterrados en sus cuerpos, las entrañas fuera, las cuencas sin ojos y la sangre haciendo que el piso de mi cocina fuera más resbaloso que de costumbre.
Aquel había sido el precio (lo admití con tristeza) por espantar a la pesadilla.
Fuente de imagen:
http://www.nightskynation.com/objects/nebulae/cats-eye-nebula-NGC-6543
Nebulosa del ojo de gato: NGC-6543
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