«“Dentro de un rato me
entrará el miedo” pensó, para en seguida preguntarse qué llegaría antes, el
miedo o la agresión».
Adolfo Bioy Casares, Diario de la guerra del cerdo.
La luna aparecería por detrás de las montañas y
ya era el turno de Daniel para contar una historia. Las chicas aparentaban
estar tiesas y habían congelado sus sonrisas, expectantes a que él comenzara de
una vez. Ni siquiera se atrevían a pestañear.
Daniel
esbozó una amplia sonrisa y su barbilla reflejó la luz de la fogata por unos
segundos.
—Pero
no es una historia completa —advirtió.
Nuestras
amigas tomaron aire y descongelaron las sonrisas, mientras que yo elevaba el
cuello de mi chamarra, a pesar del calor que reinaba alrededor y los tragos con
hielo que habíamos bebido para entretenernos.
Daniel
dio una calada a su cigarrillo, echó una mirada al espacio en donde nos
habíamos acomodado para hacer una fogata, esas vacaciones de verano que ya
estaban por terminar, y comenzó su historia de la siguiente manera:
«Era
sábado por la noche. Mis hermanos y yo estábamos viendo en la televisión uno de
esos programas faranduleros, ya saben, de los que no tienen más objetivo que
ofrecer cosas y chismosear, y lo hubiésemos seguido viendo si alguien no hubiera
golpeado con fuerza la puerta que daba hacia la calle, la misma que estaba en el
cuarto en donde nos encontrábamos.
»Entenderán
que estábamos prácticamente solos en aquel instante: mi madre estaba durmiendo
y papá estaba de viaje.
»Con
un poco de miedo y sin decirnos nada, nos miramos primero muy sorprendidos, y
luego vimos fijamente hacia la puerta.
»Los
golpes aumentaron un momento más hasta cortarse de improviso, como si algo los
hubiese interrumpido de golpe.
»Imaginé
como si algo hubiera dado un zarpazo al que estaba golpeando la puerta.
»Nos
quedamos paralizados.
»Quizá
no es aquí, dijo Pablo, queriendo calmarnos.
»Redujo
el volumen de la televisión con el control remoto para escuchar con más
atención.
»Les
juro que por un minuto creí que esos golpes habían sido solo un delirio para
dar sentido a nuestro aburrimiento, pero no fue así: los golpes volvieron a
sonar, esta vez más fuertes, pesados y violentos.
»Yo no
me considero temeroso, pero cuando escuché que alguien (o algo) golpeaba de esa
forma la puerta de calle de la sala, no pude evitar estremecerme.
»Pablo
dejó el control remoto de la televisión sobre la almohada y se levantó. Tras
los golpes, también escuchamos algo parecido a quejidos, como si alguien,
afuera, llorara cerca de la puerta.
»No
abras, dijo Hugo, mi hermano menor.
»Esperamos
unos segundos. Pero... ¿a qué, o a quién?, no teníamos idea de nada, ni qué
podía estar sucediendo en el exterior, aunque estuviéramos parados cerca de la
puerta cerrada.
»Pero
lo que sucedió a continuación, superó todo lo imaginable, al menos para mí.
»¡Una
risa! ¡Sí, una risa, como la de alguien burlándose de nosotros, allí afuera!
»Escuchar
que alguien golpeaba como loco nuestra puerta y después se echaba a reír, como
si nada hubiera sucedido, no fue nada agradable, y de seguro menos para mis
hermanos: alguien quería molestarnos y asustarnos, y estaba consiguiéndolo con
mucha facilidad...
»Sí,
los tres estábamos molestos, pero más lo parecía Pablo: lanzó groserías al aire,
jaloneó los brazos de su chamarra para ponérsela, respiró con violencia y miró
con un gesto tosco a la puerta. Cuando lo vi así, me pregunté si él estaba por
recordar, con quien quiera que estuviera afuera, su anterior trabajo como
seguridad privada en un antro de la zona 12 de Octubre.
»Hugo
y yo nos levantamos de nuestros catres, nos vestimos con lo que tuvimos al
alcance y lo seguimos.
»Pablo
fue a la cocina, tomó un uslero pesado y grande, y con rapidez volvió a la
sala, se acercó con pasos lentos hasta la puerta de calle y la abrió.
»No sé
por qué, pero cuando Pablo estaba descorriendo el seguro de la puerta, no
imaginé a una persona molestosa esperándonos, sino a un grupo de jóvenes con
máscaras de teatro griego o de moderno carnaval europeo, trajes blancos,
bombines negros y conchas de fibra de vidrio en las entrepiernas, dispuestos a
prenderle fuego a la casa, ya saben, como parecía que hacían los muchachos de
la película “La Naranja Mecánica”.
»¿Cómo?
No, no, no chicas, “La Naranja Mecánica” es una película de Stanley Kubrick, un
clásico, parte del cine de culto, y no es ese grupo argentino de cumbia; no me
digan que no vieron la película...
»Pero,
¿cómo pues no la vieron...?
»Bueno,
ya, ya, déjenme continuar...
»Afuera,
apoyado contra el marco de la puerta y parte del muro, encontramos a un
borracho. Debía tener unos cincuenta años, babeaba mucho y sus ojos no eran más
que dos bolas amarillas. Su respiración era interrumpida de vez en cuando por
dos o tres tosidos.
»Pablo
dejó escapar un suspiro como de alivio, y nosotros también. Se puso el uslero
en el bolsillo de su chamarra y levantó al borracho por los sobacos. Le costó
un poco, pero lo llevó hasta la pared de la casa de nuestro “estimado” y
estúpido vecino... No sé si lo conocen, ese que es fanático del tango antiguo y
lacrimoso, de su madre que siempre huele a naftalina y de las cholitas que
venden batidos naturales en La Ceja, cuando está ebrio y alegre... Sí, él
precisamente.
»¡Solo
fue un susto!, le dije a Hugo y él me miró con un gesto de burlón, como si
dijera que yo era el único asustado en aquel momento. Los tres nos miramos en
medio de un silencio incómodo. Respiramos con cierto alivio, y decidimos
entrar.
»Antes
de dar el primer paso hacia la puerta de calle, que estaba entornada en ese
momento, percibí un aroma extraño en el ambiente, algo como perfume rancio,
mezcla de agua estancada y flores, y también a metal, como cuando uno manipula
un montón de monedas, o peor aún, un llavero, y luego se huele los dedos.
»Primero
entró Pablo. Y supe que él igualmente se había sentido extraño ante algo que yo
no supe percibir más que en el aroma que nos estaba rodeando en ese momento...
Y vi que se llevó las yemas de los dedos después de atravesar la puerta. Debía
estar doliéndole la cabeza, pensé en ese instante, ingenuo, quizá, porque
siempre actuamos raro cuando estamos cerca de algo que es ajeno a nuestra
tranquilidad... No tenemos el instinto de conservación muy desarrollado.
»Hugo
caminaba tras él y yo me paralicé al sentir en mis dedos algo resbaladizo
cuando toqué el borde de la puerta. La cerré con rapidez y me revisé las manos.
»Era
sangre.
»En
serio, sangre, ni más ni menos, roja, oscura, húmeda y olor a cobre.
»Llamé
a Pablo, le vi aproximarse pálido, con las sienes embadurnadas en un rojo
intenso.
»¿Es
tu sangre?, le pregunté.
»Mirándose
los dedos manchados, dijo que no.
»Y
justo cuando los tres hermanos nos dimos cuenta de las huellas de sangre y que
ese aroma nacía de la presencia de sangre en el ambiente, escuchamos un grito.
»Pablo
sacó el uslero de la chamarra y lo sujetó con fuerza. Me dijo que abriera la
puerta.
»Cuando
lo hice, vimos a una mujer. Tenía los ojos muy abiertos y los labios retorcidos
por el pánico. Me recordó a una de esas máscaras que Ruth solía mostrarme
durante sus clases de teatro.
»¡Por
favor!, gritó la mujer, ¡ayúdenme, por favor!
»Hugo,
con sus eternos diecisiete, y más por causa del susto que por otra cosa, fue a
despertar a mi madre, tropezándose con lo que encontraba en su camino.
»Dejamos
pasar a la mujer y Pablo y yo asomamos nuestras cabezas hacia afuera, y vimos
directamente al borracho. Debajo de este, lo puedo jurar, distinguí un charco
de sangre oscura.
»¡Sangre,
como si fuera un charco de agua sucia que se extendía lentamente, en un círculo
casi negro, a no ser por la claridad de los faroles de la calle, que exponían
su mismo reflejo rojo!
»¡Cierren
la puerta, ciérrenla, por Dios!, suplicó la mujer que se había arrinconado
detrás del sillón donde papá solía leer sus libros de aventuras por las noches.
»Al
momento de cerrarla, escuchamos como si alguien pasara delante de la puerta,
frotando su hombro contra la madera, de extremo a extremo; aquel sonido áspero
hizo que se me erizaran los cabellos.
»Pablo
dejó el uslero sobre uno de los sillones.
»Eso
hizo que la mujer comenzara a sollozar, desesperada, casi atropelladamente,
como si algún recuerdo lejano de un uslero sobre uno de los sillones de su
hogar, algún anochecer de esos que son tranquilos para la mayoría pero fatales
para las familias disfuncionales, se conectase a su situación real de mujer
agredida.
»¡No
abran la puerta, por favor, se los ruego, por más que les interese abrirla, no
la abran por nada del mundo... noabranlapuertano...!
»Lo
dijo así, como si recitara una fórmula, con violencia, con rapidez, con
desesperación.
»Hugo regresó
con mi madre; ambos tenían en las miradas una mezcla entre confusión y
molestia, pero al parecer, era más obvia en mi madre que en mi hermano menor.
De hecho, ella estaba tan molesta, que pensé que allí se armaría un alboroto
descomunal.
»¿Qué
pasa aquí?, preguntó, dando tres pasos largos y frunciendo aún más el ceño, y
al mirar a la mujer histérica, suavizó su ceño rígido y le dijo: ¿Martina...?,
¿qué haces aquí? ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué estás llorando así?
»Se le
aproximó y luego de ver su rostro, le ordenó a mi hermano menor: ¡Hugo, trae
una frazada, rápido!
»¡No
abran, por lo que más quieran, NO SE ATREVAN A ABRIR ESA PUERTA!, seguía
diciendo la tal Martina, y al vernos mirarla con extrañeza, con sus ojos
desorbitados y sus arrugas resaltadas por el sudor y la palidez, le pidió a mi
madre, casi arrodillándose ante todos nosotros: Lucy, por favor, ¡diles que no
abran la puerta, POR FAVOR, QUE LA TRANQUEN CON ALGO, PERO YA!
»¿Qué
ha pasado?, dijo mi madre y agregó: Martina, a ver, mamita, respira primero
¿ya?, y cuando te calmes me cuentas qué ha pasado siempre para que estés tan
alterada.
»Doña
Martina trató de mover afirmativamente la cabeza ante las palabras de mi madre,
pero comenzó a gritar con más fuerza.
»Se
habían renovado los golpes en la puerta, esta vez más fuertes, más violentos,
más caóticos.
»Pablo,
como alcanzado por una corriente eléctrica aguda y casi mortal, levantó el
uslero del sillón. Yo busqué alguna cosa con la cual defenderme y vi, allí al
rincón, la escoba que usaba mi hermano menor para barrer nuestra acera; al ir a
recogerla, me aferré a ella como si fuera mi salvación, de entre todas las
cosas que me rodeaban y que podían servir también como armas.
»Hugo, mi hermano menor, al vernos listos, solo pudo atinar a mirar a mi madre,
como si ella fuera la solución.
»Lucy,
dijo doña Martina, mi marido, el Javier... ¡Por favor, no abran la puerta!
»Pudimos
oír que alguien (o algo) parecía estar moliendo con fuerza una cosa crujiente
contra la puerta, como si destrozara a esta cosa con su propio peso y usara
esa superficie para hacer lo que sea que estuviera haciendo.
»Imaginé
un alicate gigante desmenuzando carne.
»Imaginé
un combo.
»Imaginé
una prensa que reducía a detritos una osamenta.
»Recordé
un documental en donde se mostraba la actividad de los mataderos que procesaban
embutidos, y desde donde se demostraba el poder de las máquinas para hacer
“masas” que servirían para rellenar las salchichas...
»Podía
ser algo natural: un coche aplastando algo, con lentitud, quizá...
»Pero
algo extraño, casi macabro, me estaba informando que esos ruidos eran los
mismos producidos por un perro cuando muele huesos, pero esta vez multiplicados
en intensidad por cien. Incluso aquel alboroto me hacía imaginar que las muelas
descomunales de una boca trituraban carne fresca, y el sonido del chapoteo
sordo que siguió después, me hizo suponer, también, que lo que había triturado
aquella mandíbula descomunal, ahora se deslizaba al interior de una garganta
también enorme y monstruosa, en forma de “bolo alimenticio”...
»...Todos retrocedimos un poco, poniendo cara de asco por lo que estábamos
escuchando, pero eso no fue todo porque, de un segundo a otro, dos estallidos
interrumpieron aquellos primeros sonidos extraños y, como a dos cuadras, percibimos
muchas voces acercándose hasta nuestra puerta. Por último, escuchamos otro
nuevo estallido, muy parecido a los anteriores que habían interrumpido la sucesión
de sonidos desagradables...
»Fue
como si alguien hubiera usado una pistola. Pero, ¿quién usa “ese tipo de armas”
por donde yo vivo? No se me ocurrieron nombres ni rostros en ese momento.
»A no
ser que fueran policías...
»De
pronto alguien, afuera, se dirigió a nosotros y gritó:
»¡No
salgan! Ya le han disparado, ¡pero
por lo que más quieran, no salgan!; todavía podría ser peligroso.
»Era
la voz de don Pascual, el presidente de la junta de vecinos, famoso por sus
dientes bañados en oro y su mal temperamento.
»Escuchamos
susurros muy cerca de la puerta. Palabras entrecortadas.
»Alguien
dijo, afuera: “¡No se acerquen tanto, ¡no lo hagan, primero hag...!”.
»Aquellas palabras se interrumpieron de golpe.
»Alguien
gritó y nos sobresaltamos al oír un cuarto y último estallido. La madera se
astilló, la bala ingresó con un silbido, rozó la pierna de Pablo y se hundió en
la pared opuesta.
»Mi
madre gritó.
»Retrocedimos,
ahogando gritos.
»Les
juro que los gritos desde el exterior comenzaron cinco segundos después de
aquel disparo, y los ruidos que siguieron a los gritos, ¡Dios, los ruidos
fueron lo peor!
»Imaginé
una pelea de muchos perros y gatos desarrollándose frente a mi puerta, ¡y sin
que yo pudiera verlos en realidad! Gruñidos por un lado, gritos por el otro. El
sonido de ropa desgarrándose, el silbido de zarpas atravesando el aire con
violencia, el de cuerpos atropellándose entre sí, y por último, el murmullo de
gotas espesas que caían al suelo, lanzadas desde una leve altura.
»Esperamos
unos minutos.
»Doña
Martina, con sus ojos asustados, su expresión de miedo inevitable y el carmín de
su boca, descorrido hasta el mentón, se abrazó a mi madre y le contó que su esposo
ya no era el mismo desde que había retornado de los Yungas. Que allí le había
pasado algo muy extraño.
»¡Mi
esposo no era esa cosa de afuera!, dijo.
»¡Cálmese,
doña Martina!, dijo mi madre, no se altere, que...
»Escuchamos lo inevitable: un aullido.
»En
serio, un aullido, pero no sé si era un aullido de perro, porque no parecía. La
voz, si puede llamarse a eso voz, era más grave, más profunda, y el aullido en
sí parecía más pronunciado que
aullado en realidad; no sé si me entienden.
»Después de eso, hubo silencio.
»Pablo
aferró el uslero con todas sus fuerzas y yo hice otro tanto con la escoba.
»Escuchamos
la sirena de una patrulla de policía.
»Quizá
ya era tiempo de ver qué había sucedido allí.
»Todos
nos asomamos cuando Pablo abrió la puerta, y vimos, empotrado en el cielo, el
disco anaranjado de la Luna.
»Parecía
iluminar, con cierta malicia, los restos de la matanza.
»Pablo
no pudo reprimir náuseas al reconocer, flotando en el charco de sangre, un
pedazo de mandíbula con, supongo, algunos de los dientes de oro de don Pascual,
y más allá, el resto húmedo de un cráneo, que estaba demasiado blanco y
brillante por la falta de músculos y tejidos.
»Los
cuerpos, o lo que quedaba de los cuerpos, parecían haber sido licuados a
medias.
»No
nos dimos cuenta, pero detrás de nosotros, mi madre y doña Martina se habían
desmayado de la impresión al ver aquella escena.
»Fue
una noche terrible, les diré; pero al menos nos fuimos a la cama con los sentidos
muy despiertos...
»Pero
lo que más me hizo sentir dudoso de todo fue al otro día, cuando la noticia de
la desaparición del esposo de doña Martina se consolidó como una de tantas
noticias relacionadas a él y a su trabajo… Se preguntarán qué tiene que ver
esto con lo que había sucedido aquella noche, en la que semejante desastre,
desconocido hasta entonces, se cernió en contra de nuestros ocho vecinos y ese
borracho.
»La
relación se apoyó en los rumores que escuchamos después en las noticias: casi
todas las personas que habían viajado a los Yungas para trabajar en las minas,
como el esposo de doña Martina, habían desaparecido también.
»Así pues, como verán, aquí termina mi historia. No tiene final, y como no tiene
final, pues es una historia sin moraleja».
***
Todos
nos quedamos con posturas a medias, como si esperásemos más detalles de la
historia escuchada.
Daniel
arrojó la colilla del cigarrillo que se había apagado en medio de su narración.
Sacó
otro y nos miró.
Las
muchachas seguían con las sonrisas petrificadas y retenían la respiración.
—¿Nada más? —preguntó una de ellas.
—¿Pues
qué les voy a decir? —dijo Daniel, encogiéndose de hombros—, fue una masacre
inexplicable para muchos en ese momento, pero nada más ni nada menos.
Las
muchachas exhalaron el aire retenido, un poco decepcionadas.
—Pero
dijiste que todos ustedes escucharon un aullido —intervine.
—Sí,
pero no creo que fuera de perro. Escuché aullar a perros grandes de diversas
razas: Mastín, Bull Mastif, Galgos Afganos, hasta escuché el aullido de un San
Bernardo viejo, el último de la camada de un perro famoso en Castle Rock...
bueno, eso según su dueño..., y el aullido de esa noche no se parecía a ninguno
de aquellos. Era como el lamento de un animal más grande, más fiero, más
hambriento...
—¿Como
el aullido de un lobo? —pregunté.
—No
—dijo, y aproximó la punta del cigarrillo nuevo a uno de los rescoldos de la
fogata, se llevó la colilla a los labios y aspiró la primera bocanada, agregó—:
no fue el lamento de un lobo. Fue el de un animal más grande...
Las
chicas retuvieron la respiración de nuevo y se miraron.
Miré
la Luna asomar un poco por el lomo de la cordillera.
La
fogata crepitó.
Daniel
estaba con las mangas levantadas, mostraba unos antebrazos de color bronce. El
de la derecha tenía una cicatriz circular.
—¿Qué te pasó en el brazo? —preguntó mi enamorada.
Daniel
sonrió.
Escuchamos
un suave siseo detrás suyo, en las sombras, como de ropa desgarrándose, tal vez
más cerca de Daniel de lo que nos imaginábamos.
—Hace
un mes un animal me atacó mientras me recogía de una fiesta —comentó.
La Luna
terminó de levantarse por encima de la cordillera, mostrándose completa ante
nuestros ojos.
Resplandecía
con un color blanco pajizo, casi anaranjado, y era una imagen bella, llena de
silencio y frío, aunque estuviéramos cerca del fuego de la fogata que habíamos
alimentado todo ese tiempo.
—¿Un
perro? —preguntó una de las chicas— ¿un perro te hizo eso?
Daniel
parpadeó dos veces, y me pareció que sus pupilas se habían encendido, como
cuando uno ilumina el rostro de un perro con una linterna, en la noche, y
descubre que sus pupilas actúan de espejuelos, y reflejan discos blancos.
Pero
las pupilas de Daniel reflejaron discos rojos.
—Bueno,
era Luna llena y estaba demasiado borracho como para ver si me había mordido un
perro...
Un
viento agitó la fogata, el sonido de ropa desgarrándose por detrás de él se
multiplicó y las chicas notaron algo raro en el rostro de Daniel.
—Además
—concluyó—: estoy seguro que no fue un perro.
Otra
ráfaga de viento se precipitó contra la fogata, apagándola con la facilidad de
alguien que sopla hacia un cerillo encendido.
Gritamos.
Capté
un olor salvaje invadir el lugar, como el del pelaje húmedo de un animal.
Y
también percibí, luego de una oleada de aromas metálicos y húmedos, acompañados
todos por ruidos atropellados y desordenados, que estaba gritando solo.
Crédito por las imágenes:
- Fotograma de la película "An American Werewolf in London", de 1981.
- Ilustración sin título, de Maris@
- Fotograma de la película "An American Werewolf in London", de 1981.
- Ilustración sin título, de Maris@
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