1
¡Qué sensación de desazón le nació al verse desnuda frente
al espejo y encontrar un cuerpo deforme en lugar de su propio reflejo!
Un metro setenta, ancha de espaldas y en el vientre estrías
color dulce de leche; así se mostraba y, peor para ella, frente al espejo creía
que los flancos de sus pechos saltaban directamente a sus caderas, sin
mediación de cintura alguna. “Soy una gota de grasa” se insultaba,
inconsolable, y aunque tratara de apreciar su rostro como premio consuelo, sus
labios delgados, su nariz respingada y sus ojos de mirada audaz la repelían
hasta las lágrimas.
Clea había sido muy tímida en el colegio, los contenidos de
la malla curricular que ella había aprobado (con cierto grado de dificultad),
tenían varios elementos de respuesta funcional que en ella difirieron mucho
porque eran absurdos; dichos contenidos, en los que se mostraban imágenes en
donde la cuestión de género estaba relacionada estrechamente al lenguaje,
minaron su seguridad: veía a obreros, administradores, jóvenes e incluso
campesinos sin rastros de obesidad, en tanto que las mujeres se mostraban
siempre hermosas, saludables, delgadas y sumisas. ¿Y si lo que se decía allí
era la realidad en realidad? Fue cuestión de tiempo para que la imagen del
espejo nunca se convirtiera en el cisne del relato.
Clea fue cayendo en cuenta de que su imagen la separaba de
todo grupo social, o al menos eso creía. Vergüenza le nacía al hablar con los
chicos, envidia al conversar con las chicas y, en general, cualquier iniciativa
de grupo que ella veía, tenía un factor de amenaza o parecía tener actividades
que, ella misma sabía, le situarían en el balance del ridículo o del rechazo.
Al ver que sus padres (también obesos) la impulsaban desde
niña a hacer vida social como se lleva una res al matadero, pensó, ya cuando
entró a la universidad, en la posibilidad de contagiarse con esa fútil pero
ligera solución que era la de culpar a todos por sus problemas.
Estaba convencida de que los que la rodeaban eran sus
verdugos, mientras que ella era la víctima de una conspiración oscura, que solo
buscaba hacerla sufrir.
Por eso era tan poco comunicativa, desconfiada, aunque
imaginativa: creaba situaciones en las que perdía peso sin hacer ningún
esfuerzo, conocía a un muchacho de mentón azulado y mirada de fuego, y todos la
admiraban; lo que ella no sabía, era que en su entorno social, las personas que
le conocían por los menos de vista y que eran gente de su edad, la consideraban
impulsiva e intrascendente, nada más.
Durante el tiempo pasado, después de que Clea se propusiera
esa forma paranoica de “defensa”, todos sus intentos para que el mundo la
rescatara de su triste situación fracasaron tan rotundamente, que ella misma se
deprimió.
Dos mujeres le siguieron el jueguito y forjaron una amistad
con ella; pero eso no impidió que Clea siguiera huraña con la humanidad o
aparentara extrema timidez cuando le convenía.
Esa mañana de sábado, Clea terminó de odiarse frente al
espejo. Pensó en hacer ejercicios, correr y sentir, en vez de incomodidad, una
cintura concreta, pechos firmes, piernas atléticas y miradas lúbricas de
terceros; caminó hasta el refrigerador y sacó un trozo de queso e hizo con él y
con un pedazo de pan, un sándwich improvisado.
Masticó con deleite.
Si enflaquecía, la desearían, la verían con otros ojos, la
amarían...
2
Yig entró al baño reteniendo la respiración, no fuera que su
premura despertara al amo. Caminó con una delicadeza exagerada para su edad.
El amo se veía mal. Ya se cumplirían los veintisiete años y
Yig creía que el amo necesitaría con urgencia un trasplante.
Se mordió los labios, contempló su reflejo en el espejo y de
pronto pensó que él, sí, él, seguía causando temor. Ya se lo habían dicho las
personas que lo conocían y no sabían que él era un asesino. Su barba tenía un
tono violáceo que le daba un aire de nostalgia y ternura, en tanto que sus
labios lograban su objetivo, reducir su edad hasta parecer un tipo de entre
treinta a treintaicinco años.
En eso consistía el chiste.
Pensó en sus parientes y amigos, en cómo ya habían muerto, y
que las personas que ahora lo rodeaban también desaparecían cuando él lo
decidiera.
Era triste dejarlos, década tras década. A pesar de ello, la
opinión era la misma: todos, absolutamente todos, al verlo, sentían miedo.
Por eso Yig era jovial, amistoso y amable: deseaba
socializar, para poder matar con más sencillez: el carnicero no teme a las
reses cuando las ve vivas.
Pero esa mañana, adormecido delante de su espejo en su
cuarto de baño, en su casa cercana al centro, Yig sintió hambre. La abstinencia
de dos meses había acabado.
Y el amo también necesitaría alimento.
Estaba despierto, y se mantenía callado, contemplándolo con
su ojo de verde pupila.
Yig no pudo controlar esa mirada. Sintió escalofríos, salió
del baño, fue a la sala, encendió la radio y escuchó un par de canciones, trató
de no sentir asco, pero lo sintió de todas formas; comer cada dos meses...
hasta que la sensación aguda de hambre le llevara a forzar lo que no quería
hacer, y todo por el amo, por él.
Amaba al amo.
Tomó su peine y lo deslizó suavemente sobre su cabeza;
comenzaban a teñirse sus cabellos de un gris pálido que se hacía lustroso a la
luz del sol.
El hambre lo golpeó nuevamente.
Si comía, viviría; si no, para la mañana siguiente
amanecería como un esqueleto, y el amo se enojaría.
Se dirigió al refrigerador y lo abrió. La luz alumbró los
envases. Todos estaban teñidos de carmesí, por la sangre. Sacó un envase y lo
puso a descongelar en el microondas; contempló, a través del cristal de la
ventana, el envase quieto y el líquido tornándose cada vez más líquido.
“Esta tarde” se dijo y se llevó el envase a los labios,
sopló un poco, como quien toma un vaso de café por la mañana, para no quemarse.
En el cuarto de baño, mientras tanto, su amo cerró su ojo de
verde pupila.
3
Ver la calle cuesta arriba le acobardó tanto que llegó a
pensar que era una utopía adelgazar, una utopía insulsa. Y si ella, de grande
como era, no se podía ver ni los zapatos a causa de su vientre, difícilmente
llegaría al final de su calle, allí arriba, mucho menos corriendo.
Se subió al bus que le llevaba a la universidad y fue hasta
el fondo, donde un tipo con barba de muchos días y ojos tiernos leía un libro
enorme.
El bus estaba casi vacío. Clea vio que los asientos eran un
poco más pequeños de lo normal. Decidió arrinconarse al otro lado; la idea de
sentarse al lado del hombre aquél le daba miedo. Había algo raro en él; quizá
su tranquilidad detrás de una desesperación incierta lo hiciera atrayente.
Pensó en comer en ese mismo instante, y se puso roja de
vergüenza. El tipo cerró el libro que estaba leyendo y la observó.
Ella desvió la mirada, más avergonzada todavía. Percibió un
atisbo de repulsión del hombre hacia ella. Se imaginó al tipo abalanzarse,
gritarle e insultarle; pero le vinieron imágenes mucho más horrendas del tipo
tratándola bien, para traicionarle más tarde.
Deja de imaginar cosas, se dijo.
El tipo no dejaba de mirarla.
4
El amo estaría molesto, Yig lo sentía en su sangre. Debía
apurarse.
Se quedó contemplándola: era una mujer obesa. Era virgen... lo percibía en el sudor de su piel,
por entre sus poros aceitosos y sus pliegos de pellejo. No podía evitar verla,
avergonzada de su imagen. Una pera humana, tan gorda que daba pena, asco, risa;
había, sin embargo, algo interesante en su humanidad: estaba triste, pero era
una mujer guiada por un orgullo horrible, en el que su propia humanidad sentía
unas ganas terribles de ser aceptada; sí, por lo visto, Yig veía a una obesa
desesperada.
Por un momento, quiso darle la bendición de su cuchillo,
hacerle el favor de apartarle de un sueño que bien sabía le dañaría poco a poco
hasta hacerla morir desesperanzada, pero ¿cómo aprovechar de aquel cuerpo en
medio del bus? No era posible.
Desvió la mirada y continúo leyendo “La Eneida”.
5
Clea bajó del bus, más roja que un tomate hasta desaparecer
por entre las personas que estaban en la plaza del estudiante. Se detuvo en la
esquina previa al atrio y compró unos dulces, metió algunos a su boca, el resto
a los bolsillos y encontró a sus dos amigas en las gradas de entrada al
monoblock.
Natalia y Julieta eran delgadas y más tímidas que Clea, y
como no eran obstinadas ni violentas, por eso dejaban pasar sus caprichos y
niñerías como virtudes de sacrificio. Ya estaban juntas casi un semestre.
Clea llegó y les preguntó como siempre cómo estaban. En
realidad las amigas no le dirían nada, porque es la rutina el contestar con la
misma pregunta. De palabra a palabra, de planes a tareas, Inés sugirió ir a
comer el fin de semana a un lugar conocido. Clea estuvo por decir que no; pero
el recuerdo de su imagen desnuda frente al espejo cambió su decisión.
Con una sonrisa forzada dijo que sí y vio su reloj, eran las
diez y media de la mañana, tenían clases. Era mediodía.
6
Bajó del bus y le bastó con ver un rato a toda la gente del
lugar. Nadie se merecía su violencia. Poco digno fue pensar en niños para
sacrificarlos. Además, sería cruel abusar de su poder para eliminar a seres
imperfectos; necesitaba matar, sí, pero a seres maduros.
No había jóvenes sensatos en la ciudad. A través de los
años, los había eliminado a casi todos.
Para las diez y media de la mañana, Yig sintió el peso de su
edad; si no encontraba a nadie, moriría; pero algo sucedió, algo que le parecía
mucha coincidencia: contempló a la muchacha obesa, esa del bus, conversando con
dos personas delgadas, en el atrio del Monoblock.
Esas dos mujeres eran las indicadas para su salvación.
Pero también estaba la obesa: serviría también. Sí. No era
una candidata perfecta, como él estaba buscando; pero ¿quién es perfecto, hoy
en día?
Situaciones desesperadas, requerían de medidas desesperadas.
Sonrió satisfecho. Ya no buscaría más, las seguiría hasta
que ellas se ubicaran lejos de la vista de los demás; esperaría a que cada una
se internara en una calle desierta. Era fácil, práctico y esencial matar por lo
menos a una.
Si no lo hacía, Su amo se enojaría bastante.
Las vio entrar al monoblock.
Era su oportunidad.
7
Tomaron el ascensor que las llevó hasta el piso nueve; se
encontraron, en la puerta del aula A2, había una nota impresa que decía que las
clases para ese día se habían suspendido. No había nadie. El piso nueve, aparte
de ser solitario todos los días, era un desierto los sábados. Ingresaron al
curso vacío, las tres, charlando un poco más acerca de los planes para el fin
de semana. Estaban de espaldas a la puerta abierta por la cual habían
ingresado.
Así comenzó todo.
Clea revisaba su mochila en forma de maletín cuando Julieta,
que se mantenía callada, recibió el golpe de la cachiporra en la cabeza.
Natalia no pudo gritar, y menos cuando el cuchillo de Yig entró por debajo de
su mentón, cortando su lengua, volviéndola viperina, para entrar con fuerza en
el paladar y deshacer el cartílago como un queso. La cachiporra cayó al piso.
Después del ataque, Yig cerró la puerta y con precisión la
aseguró. Sabía muy bien que una mujer como la obesa, con hipocresía en las
venas y romanticismo nostálgico entre las piernas, no gritaría.
―Hola ―dijo.
Clea no contestó. El vómito subía lentamente por su gruesa
garganta.
Julieta estaba inconsciente; Natalia, muerta. Yig, que la
veía helada, dijo.
―No porque tengas una vida aburrida, vas a ocultarme tu
preciosa voz.
En momentos como este, Clea ―que sí, tenía una vida
aburridísima―no tenía la más mínima idea de lo que podía hacer; nunca había
tenido las agallas para responder a una pregunta que le hacía alguien que la
miraba. Nunca un asesino le había saludado; en su mente existía algo muy
aproximado a la cordura, y este algo estaba saliéndose de su cabeza como un
clavo cuando es sometido con una palanca.
―Hola.
―Lo que haré te parecerá ruin; pero si no lo hago, me muero.
¿Entiendes?
Le hablaba como uno hace con los niños. Clea asintió.
―Y dime ―continuó―, ¿por qué engordaste tanto?
Clea sintió en su ancha espalda un estremecimiento, el
asesino limpió el cuchillo con su lengua, y suspiró, cerrando los ojos. Su
rostro ya envejecido recobró color.
Se acomodó para usar el cuchillo en Natalia. Muy
cuidadosamente deslizó la hoja en la ropa de aquella mujer e hizo un corte para
abrir una senda en la ropa. El sujetador negro también se cortó, y un par de
senos muy pequeños, un poco más claros a comparación de la cara, se asomaron.
Clea pretendió no verlos. Yig se levantó y miró por la
ventanita de veinticinco centímetros de altura por quince de ancho de la puerta
cerrada. Afuera no había nadie. Y no habría nadie en una hora.
―No me mires así ―dijo Yig, metiendo con delicadeza la punta
de la hoja en medio de las clavículas de Natalia―, yo solo puedo comer carnes
de un tipo, es mi dieta. Aguanto dos meses, luego, ya ves, envejezco. ¿Tienes
un régimen de comida?
Clea movió la cabeza de izquierda a derecha. Había visto que
el asesino llevaba un maletín negro un poco grande, y pensó que allí había
algo. Luego recordó las noticias de hace dos meses. Dos jovencitas habían
desaparecido, como dos meses antes de aquellos, y antes y antes. La policía
creía que era lo de siempre, los viajes a la Argentina, al Perú, o la fuga
común de jóvenes por ser jóvenes. Ahora
ya sabía por qué
desaparecían, y a dónde llegaban.
―Me llamo Yig y ―cortó el pecho de Natalia de norte a sur,
hasta su ombligo― y me como a las personas.
Cortó músculos con cuidado. Sacó dos envases blancos con
tapones que había en su maletín. Abrió surcos en los músculos de forma
paciente, juguetona; como al querer repetir operaciones anteriores y encontrar
nostalgia en las mismas. Hizo dos cortes en el cuello, a los costados, ubicó
las arterias, jaló y, como si fueran mangueras, las usó para llenar los
envases, presionando el pecho abierto de vez en cuando. Un envase se llenó, el
otro llegó a la mitad.
Sacó a tiras los músculos y los depositó en el pupitre. Vio
el esternón que con la sangre adquiría un tono plata. Usó sus dedos para
arrancarlo de un tirón. Las costillas crujieron. Dejó el cuchillo y con ambas
manos abrió las costillas, como si fuera un libro. Extrajo el corazón, lo metió
en una bolsita amarilla que sacó de sus bolsillos.
―Este corazón es para mi amo ―comentó.
Julieta gimoteó. Pretendía despertar.
―Y la que está
despertando, dará igual su corazón para mi amo...
Clea no pudo soportar más, y llevándose al vientre las manos
y agachándose, terminó vomitando.
―No te emociones ―comentó Yig―, ya despertó tu amiga...
Y, con la misma cachiporra, que recogió con sigilo, le
golpeó el rostro tan violentamente, que la nariz de la joven se hundió
fríamente en el rostro, produciendo un torrente de sangre que terminó por
llenar el segundo envase, que Yig acomodó debajo de la herida.
Clea seguía vomitando.
―Ya, ¡deja de vomitar!
Clea se tapó la boca y, por entre los dedos, el vómito
continuó saliendo, caliente, picante, espeso.
―¡Carajo! ―dijo Yig, metiendo el cuchillo en el vientre de
la difunta y abriéndolo hacia arriba, llegando hasta el diafragma―. Con razón
no paras. ¡Debes tragar por tres!
Arrancó el corazón por debajo y lo metió en la bolsita
amarilla, junto al de Natalia. Ambos tenían el mismo tamaño.
Clea no pudo parar su ataque de vómito. Su vista se tornó
borrosa por las lágrimas y una debilidad enorme presionaba su espalda.
―¡Te digo que pares de vomitar, gorda de mierda!
Y de pronto, al sentir ganas de caer, Clea dejó de vomitar.
―Bien, no te desmayes, no ahora, por favor ―dijo Yig, y sacó
algunas tiras más de músculo de Julieta.
“El amo debe estar esperando”, pensó Yig, y cuando agrupó
las tiras de músculos en otra bolsa que sacó de otro de sus bolsillos, vio que
Clea ya estaba tranquila.
―Cada dos meses me encargo de mi alimentación; no es sólo la
carne, es su esencia ―recogió una tira delgada de músculo y lo mordisqueó con
calma―; me llamo Yig, como te dije antes, y me encargo de cuidar al amo.
Masticó la carne con lentitud y Clea no sintió asco. Tal vez
porque la voz de Yig resultó hermosa. Ahora sentía algo próximo a la obscena
curiosidad.
―El amo tiene miles de años en la tierra ―comentó―; yo lo
acompaño desde hace doscientos años; yo era normal, como tú o tus amigas;
bueno, no como tú, yo era delgado y no tenía el corazón tan amargado; pero...
bueno.
Clea miró los cuerpos de sus amigas: rojos, huecos, tiesos.
―¿Me estás escuchando, puerca?
―Sí ―dijo Clea, asustada.
―El amo es necesario, gordita ―ahora su voz adquirió
ternura―; solo puede comer corazones sinceros, no tan manchados de odio... por
eso no te maté.
Clea lo miró con odio. Sentía su máscara de víctima caer al
piso.
―No digo que seas inútil para el amo, solo que... pocas
veces he encontrado mujeres como tú, que siendo hipócritas, impulsivas y malas,
sean a la vez horribles. No te ofendas, pero es la verdad.
Yig aferró el cuchillo y se aproximó a la temblorosa Clea...
se le acercó más, hasta casi tocarla con todo el cuerpo. Apoyó el cuchillo en
su entrepierna.
―Eres virgen ¿no es cierto? ―preguntó. La hoja del cuchillo
apretó más en la textura de tela de su buzo azul.
Ella se limitó a mover suavemente la cabeza.
―Te cuento todo esto porque necesito una persona que me
ayude y veo que tú sí podrías hacerlo. Si lo haces, no te haré daño.
Clea lo miró, temiendo que la matara ya.
―¿Quieres ayudarme? ―preguntó Yig y apretó más la hoja.
―¿Cómo? ―susurró ella.
―No es nada difícil; lo único que tienes que hacer es
conocer al amo... Algunas veces necesita hablar con personas como tú; no te
maté porque seas solo una persona mala, sino porque al amo le gusta hablar con
seres como tú, que posean esa maldad, esa hipocresía, esa gula...
Era verdad, al amo le gustaba interactuar con ese tipo de
gente cada veintisiete años: era parte de su ciclo; interactuar, pero no
precisamente para hablar.
Yig esperó alguna reacción de parte de Clea, y otro leve
asentimiento nació de su cabeza.
―Te lo pido por favor ―dijo, y Clea no tardó en asentir con
más ganas.
En cuanto a ella, esos cuerpos muertos y casi vacíos ya no
significaban nada. Ahora en su mente pensaba más en cómo era el amo y qué le
preguntaría.
Yig guardó las bolsas y los dos envases en el maletín.
―Has elegido bien, gordita ―dijo Yig.
―Me llamo Clea ―dijo ella, un poco ofendida.
―Bien, Clea…
Y luego de este intercambio de palabras, Yig abrió la puerta
del aula y llamó con voz ronca:
―¡Mauricio! ¡Javier!
Un mareo repentino llenó las sienes de Clea, y cayó en la
cuenta de que, allí, un doble asesinato se había producido. Contempló el piso,
más oscuro todavía, con los círculos de sangre reflejando el cielo raso claro,
y creyó que Yig estaba loco.
Dos tipos vestidos con overoles ingresaron y los saludaron
con calma, llamándole “señorita” a ella. Trapearon con rapidez, y el vómito
desapareció dejando un vahído amargo en el ambiente.
―Jóvenes ―dijo Yig cuando estos terminaron de meter los
cuerpos en los botes de basura que llevaban sobre unos carritos―, permítame
presentarles a la señorita Clea, ella tendrá audiencia con el amo.
Los dos empleados la saludaron con mucho respeto y un aire
de admiración.
Y así, dejaron la universidad y se dirigieron al edificio
donde Yig vivía.
8
Clea ya no se sentía la victima de siempre; el amo la quería
ver. Yig le contó, en tanto caminaban, que el amo era quien mantenía el orden
de las cosas, que se alimentaba de corazones bondadosos y jóvenes, que requería
de aquello para subsistir y que lo había convertido a él en su servidor leal.
Yig no moría porque el amo así lo quisiera, y juntos formaban una relación
simbiótica: Yig conseguía los corazones y la carne para sí mismo, y el amo, a
cambio, prolongaba su vida.
Que esa relación entre el amo y Yig había comenzado a
principios de abril, en 1906, cuando ciertos cambios climáticos lo hirieron
cerca al Océano Pacífico.
Clea notó intensidad en la descripción de esa relación y
preguntó sobre si alguna vez lo habían descubierto. Yig carcajeó un rato, y le
dijo que la misma sociedad laboral (empleados del municipio y de las
universidades, barrenderos y policías), conocían sobre la existencia del amo, y
que si le dejaban trabajar, era porque el amo lo decidía así.
En el cielo, el azul se confundía con las nubes, que en El
Alto eran celestes.
―Es en este edificio ―dijo él.
Entraron.
―¿Cuál es el nombre del amo? ―preguntó ella.
―Él te lo dirá ―dijo Yig― él te lo dirá.
¿Él era humano?, ¿tenía boca, acaso?
Y cuando ella entró al cuarto de baño, esperanzada de ver a
un ser primigenio, divino en un altar de colores diversos, preparada para
hablarle y preguntarle cosas y hacer de ella una buena compañía, fue recibida
de pronto por tres tentáculos oscuros que le sujetaron las piernas, destrozando
su piel con sus ventosas.
―¡Aquí está! ―dijo Yig, sujetando la bolsa amarilla con
corazones en la mano izquierda y señalando a una Clea espantosa a la derecha―,
y te traje a esta para el trasplante...
Clea entonces lo vio y lanzó un grito de espanto que le
ahogó los pulmones casi hasta hacerle perder la conciencia: sobre una tina
enorme yacía un horrible cuerpo marino que asemejaba a una estrella de decenas
de puntas y cuyas puntas terminaban en grotescos tentáculos de varios colores
oscurecidos pero nunca definidos, y en el centro de esta estrella, un cuerpo
momificado se hundía en aquella materia; de la cabeza de aquel cuerpo salía un
tentáculo más turgente y oscuro del conjunto, que terminaba en un ojo y que
tenía una pupila de un horroroso color verde. Este tentáculo se estiró y, como
una serpiente, se enroscó en el cuello de Clea. El cuerpo momificado se hizo
polvo de inmediato.
De la masa gelatinosa salió algo parecido a una voz, pero
que inconfundiblemente hablaba castellano.
―Gracias, Yig.
Clea, consternada ante el horror y con el tentáculo oscuro
rodeando su cuello y su terminación en forma de ojo pegándose a su mejilla,
deseó con toda su alma caer inconsciente; pero no, solo atinó a gritar.
―Si te hubiera dicho que mi amo, el amo de todo el mundo,
del mundo carnicero en el que vivimos, necesita remplazar un cuerpo para
chuparle la vida y su maldad entera, cada veintisiete años, no me hubieras
acompañado, gordita ―dijo Yig y encendió la ducha, que comenzó a mojar todo
alrededor; Yig continuó―: Siempre caen los elegidos, los que vienen por llenar
su vanidad... los que tienen el corazón lleno de defectos.
Clea quiso gritar nuevamente, pero varios tentáculos, cual
astas, se clavaron a lo largo de su columna vertebral. Sentía cómo, poco a poco,
formaba parte de un ser primigenio, que necesitaba de su cuerpo para vivir,
como necesita una linterna de baterías para funcionar.
Apenas pudo reaccionar cuando el tentáculo principal del
ente, que tenía el ojo verde en la punta (y este ojo tenía una coraza que
actuaba como párpado), penetró por su nuca cual taladro y emergió por su
frente.
Pero vio, vio y comprendió.
El baño era el único lugar donde el amo, ahora ella, podía
permanecer: Todo estaba húmedo.
Y la ducha estaba encendida...
Sintió, ya no observó; sintió, que su boca se abría hasta
desgarrar sus mejillas, y que un Yig más joven, más demoníaco y más gelatinoso
―como el ser, como ella misma ahora― le alcanzaba uno de los corazones de la
bolsa amarilla.
Tragó ambos corazones con fruición, en tanto se le aclaraban
los sentidos.
Y escuchó la voz de Yig como una letanía cantada ya varios
eones atrás:
―¡Salve mi Dios, mi amo, Cyäegha!
Clea, quien esa mañana de sábado se sentía gorda; ahora ya
no sentía nada.
Salvo, un poco más de hambre.
(26 de febrero 2008)
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