Cuando ser digno es mejor que ser útil



1
¡Qué sensación de desazón le nació al verse desnuda frente al espejo y encontrar un cuerpo deforme en lugar de su propio reflejo!
Un metro setenta, ancha de espaldas y en el vientre estrías color dulce de leche; así se mostraba y, peor para ella, frente al espejo creía que los flancos de sus pechos saltaban directamente a sus caderas, sin mediación de cintura alguna. “Soy una gota de grasa” se insultaba, inconsolable, y aunque tratara de apreciar su rostro como premio consuelo, sus labios delgados, su nariz respingada y sus ojos de mirada audaz la repelían hasta las lágrimas.
Clea había sido muy tímida en el colegio, los contenidos de la malla curricular que ella había aprobado (con cierto grado de dificultad), tenían varios elementos de respuesta funcional que en ella difirieron mucho porque eran absurdos; dichos contenidos, en los que se mostraban imágenes en donde la cuestión de género estaba relacionada estrechamente al lenguaje, minaron su seguridad: veía a obreros, administradores, jóvenes e incluso campesinos sin rastros de obesidad, en tanto que las mujeres se mostraban siempre hermosas, saludables, delgadas y sumisas. ¿Y si lo que se decía allí era la realidad en realidad? Fue cuestión de tiempo para que la imagen del espejo nunca se convirtiera en el cisne del relato.
Clea fue cayendo en cuenta de que su imagen la separaba de todo grupo social, o al menos eso creía. Vergüenza le nacía al hablar con los chicos, envidia al conversar con las chicas y, en general, cualquier iniciativa de grupo que ella veía, tenía un factor de amenaza o parecía tener actividades que, ella misma sabía, le situarían en el balance del ridículo o del rechazo.
Al ver que sus padres (también obesos) la impulsaban desde niña a hacer vida social como se lleva una res al matadero, pensó, ya cuando entró a la universidad, en la posibilidad de contagiarse con esa fútil pero ligera solución que era la de culpar a todos por sus problemas.
Estaba convencida de que los que la rodeaban eran sus verdugos, mientras que ella era la víctima de una conspiración oscura, que solo buscaba hacerla sufrir.
Por eso era tan poco comunicativa, desconfiada, aunque imaginativa: creaba situaciones en las que perdía peso sin hacer ningún esfuerzo, conocía a un muchacho de mentón azulado y mirada de fuego, y todos la admiraban; lo que ella no sabía, era que en su entorno social, las personas que le conocían por los menos de vista y que eran gente de su edad, la consideraban impulsiva e intrascendente, nada más.
Durante el tiempo pasado, después de que Clea se propusiera esa forma paranoica de “defensa”, todos sus intentos para que el mundo la rescatara de su triste situación fracasaron tan rotundamente, que ella misma se deprimió.
Dos mujeres le siguieron el jueguito y forjaron una amistad con ella; pero eso no impidió que Clea siguiera huraña con la humanidad o aparentara extrema timidez cuando le convenía.
Esa mañana de sábado, Clea terminó de odiarse frente al espejo. Pensó en hacer ejercicios, correr y sentir, en vez de incomodidad, una cintura concreta, pechos firmes, piernas atléticas y miradas lúbricas de terceros; caminó hasta el refrigerador y sacó un trozo de queso e hizo con él y con un pedazo de pan, un sándwich improvisado.
Masticó con deleite.
Si enflaquecía, la desearían, la verían con otros ojos, la amarían...

2
Yig entró al baño reteniendo la respiración, no fuera que su premura despertara al amo. Caminó con una delicadeza exagerada para su edad.
El amo se veía mal. Ya se cumplirían los veintisiete años y Yig creía que el amo necesitaría con urgencia un trasplante.
Se mordió los labios, contempló su reflejo en el espejo y de pronto pensó que él, sí, él, seguía causando temor. Ya se lo habían dicho las personas que lo conocían y no sabían que él era un asesino. Su barba tenía un tono violáceo que le daba un aire de nostalgia y ternura, en tanto que sus labios lograban su objetivo, reducir su edad hasta parecer un tipo de entre treinta a treintaicinco años.
En eso consistía el chiste.
Pensó en sus parientes y amigos, en cómo ya habían muerto, y que las personas que ahora lo rodeaban también desaparecían cuando él lo decidiera.
Era triste dejarlos, década tras década. A pesar de ello, la opinión era la misma: todos, absolutamente todos, al verlo, sentían miedo.
Por eso Yig era jovial, amistoso y amable: deseaba socializar, para poder matar con más sencillez: el carnicero no teme a las reses cuando las ve vivas.
Pero esa mañana, adormecido delante de su espejo en su cuarto de baño, en su casa cercana al centro, Yig sintió hambre. La abstinencia de dos meses había acabado.
Y el amo también necesitaría alimento.
Estaba despierto, y se mantenía callado, contemplándolo con su ojo de verde pupila.
Yig no pudo controlar esa mirada. Sintió escalofríos, salió del baño, fue a la sala, encendió la radio y escuchó un par de canciones, trató de no sentir asco, pero lo sintió de todas formas; comer cada dos meses... hasta que la sensación aguda de hambre le llevara a forzar lo que no quería hacer, y todo por el amo, por él.
Amaba al amo.
Tomó su peine y lo deslizó suavemente sobre su cabeza; comenzaban a teñirse sus cabellos de un gris pálido que se hacía lustroso a la luz del sol.
El hambre lo golpeó nuevamente.
Si comía, viviría; si no, para la mañana siguiente amanecería como un esqueleto, y el amo se enojaría.
Se dirigió al refrigerador y lo abrió. La luz alumbró los envases. Todos estaban teñidos de carmesí, por la sangre. Sacó un envase y lo puso a descongelar en el microondas; contempló, a través del cristal de la ventana, el envase quieto y el líquido tornándose cada vez más líquido.
“Esta tarde” se dijo y se llevó el envase a los labios, sopló un poco, como quien toma un vaso de café por la mañana, para no quemarse.
En el cuarto de baño, mientras tanto, su amo cerró su ojo de verde pupila.

3
Ver la calle cuesta arriba le acobardó tanto que llegó a pensar que era una utopía adelgazar, una utopía insulsa. Y si ella, de grande como era, no se podía ver ni los zapatos a causa de su vientre, difícilmente llegaría al final de su calle, allí arriba, mucho menos corriendo.
Se subió al bus que le llevaba a la universidad y fue hasta el fondo, donde un tipo con barba de muchos días y ojos tiernos leía un libro enorme.
El bus estaba casi vacío. Clea vio que los asientos eran un poco más pequeños de lo normal. Decidió arrinconarse al otro lado; la idea de sentarse al lado del hombre aquél le daba miedo. Había algo raro en él; quizá su tranquilidad detrás de una desesperación incierta lo hiciera atrayente.
Pensó en comer en ese mismo instante, y se puso roja de vergüenza. El tipo cerró el libro que estaba leyendo y la observó.
Ella desvió la mirada, más avergonzada todavía. Percibió un atisbo de repulsión del hombre hacia ella. Se imaginó al tipo abalanzarse, gritarle e insultarle; pero le vinieron imágenes mucho más horrendas del tipo tratándola bien, para traicionarle más tarde.
Deja de imaginar cosas, se dijo.
El tipo no dejaba de mirarla.

4
El amo estaría molesto, Yig lo sentía en su sangre. Debía apurarse.
Se quedó contemplándola: era una mujer obesa. Era  virgen... lo percibía en el sudor de su piel, por entre sus poros aceitosos y sus pliegos de pellejo. No podía evitar verla, avergonzada de su imagen. Una pera humana, tan gorda que daba pena, asco, risa; había, sin embargo, algo interesante en su humanidad: estaba triste, pero era una mujer guiada por un orgullo horrible, en el que su propia humanidad sentía unas ganas terribles de ser aceptada; sí, por lo visto, Yig veía a una obesa desesperada.
Por un momento, quiso darle la bendición de su cuchillo, hacerle el favor de apartarle de un sueño que bien sabía le dañaría poco a poco hasta hacerla morir desesperanzada, pero ¿cómo aprovechar de aquel cuerpo en medio del bus? No era posible.
Desvió la mirada y continúo leyendo “La Eneida”.

5
Clea bajó del bus, más roja que un tomate hasta desaparecer por entre las personas que estaban en la plaza del estudiante. Se detuvo en la esquina previa al atrio y compró unos dulces, metió algunos a su boca, el resto a los bolsillos y encontró a sus dos amigas en las gradas de entrada al monoblock.
Natalia y Julieta eran delgadas y más tímidas que Clea, y como no eran obstinadas ni violentas, por eso dejaban pasar sus caprichos y niñerías como virtudes de sacrificio. Ya estaban juntas casi un semestre.
Clea llegó y les preguntó como siempre cómo estaban. En realidad las amigas no le dirían nada, porque es la rutina el contestar con la misma pregunta. De palabra a palabra, de planes a tareas, Inés sugirió ir a comer el fin de semana a un lugar conocido. Clea estuvo por decir que no; pero el recuerdo de su imagen desnuda frente al espejo cambió su decisión.
Con una sonrisa forzada dijo que sí y vio su reloj, eran las diez y media de la mañana, tenían clases. Era mediodía.

6
Bajó del bus y le bastó con ver un rato a toda la gente del lugar. Nadie se merecía su violencia. Poco digno fue pensar en niños para sacrificarlos. Además, sería cruel abusar de su poder para eliminar a seres imperfectos; necesitaba matar, sí, pero a seres maduros.
No había jóvenes sensatos en la ciudad. A través de los años, los había eliminado a casi todos.
Para las diez y media de la mañana, Yig sintió el peso de su edad; si no encontraba a nadie, moriría; pero algo sucedió, algo que le parecía mucha coincidencia: contempló a la muchacha obesa, esa del bus, conversando con dos personas delgadas, en el atrio del Monoblock.
Esas dos mujeres eran las indicadas para su salvación.
Pero también estaba la obesa: serviría también. Sí. No era una candidata perfecta, como él estaba buscando; pero ¿quién es perfecto, hoy en día?
Situaciones desesperadas, requerían de medidas desesperadas.
Sonrió satisfecho. Ya no buscaría más, las seguiría hasta que ellas se ubicaran lejos de la vista de los demás; esperaría a que cada una se internara en una calle desierta. Era fácil, práctico y esencial matar por lo menos a una.
Si no lo hacía, Su amo se enojaría bastante.
Las vio entrar al monoblock.
Era su oportunidad.

7
Tomaron el ascensor que las llevó hasta el piso nueve; se encontraron, en la puerta del aula A2, había una nota impresa que decía que las clases para ese día se habían suspendido. No había nadie. El piso nueve, aparte de ser solitario todos los días, era un desierto los sábados. Ingresaron al curso vacío, las tres, charlando un poco más acerca de los planes para el fin de semana. Estaban de espaldas a la puerta abierta por la cual habían ingresado.
Así comenzó todo.
Clea revisaba su mochila en forma de maletín cuando Julieta, que se mantenía callada, recibió el golpe de la cachiporra en la cabeza. Natalia no pudo gritar, y menos cuando el cuchillo de Yig entró por debajo de su mentón, cortando su lengua, volviéndola viperina, para entrar con fuerza en el paladar y deshacer el cartílago como un queso. La cachiporra cayó al piso.
Después del ataque, Yig cerró la puerta y con precisión la aseguró. Sabía muy bien que una mujer como la obesa, con hipocresía en las venas y romanticismo nostálgico entre las piernas, no gritaría.
―Hola ―dijo.
Clea no contestó. El vómito subía lentamente por su gruesa garganta.
Julieta estaba inconsciente; Natalia, muerta. Yig, que la veía helada, dijo.
―No porque tengas una vida aburrida, vas a ocultarme tu preciosa voz.
En momentos como este, Clea ―que sí, tenía una vida aburridísima―no tenía la más mínima idea de lo que podía hacer; nunca había tenido las agallas para responder a una pregunta que le hacía alguien que la miraba. Nunca un asesino le había saludado; en su mente existía algo muy aproximado a la cordura, y este algo estaba saliéndose de su cabeza como un clavo cuando es sometido con una palanca.
―Hola.
―Lo que haré te parecerá ruin; pero si no lo hago, me muero. ¿Entiendes?
Le hablaba como uno hace con los niños. Clea asintió.
―Y dime ―continuó―, ¿por qué engordaste tanto?
Clea sintió en su ancha espalda un estremecimiento, el asesino limpió el cuchillo con su lengua, y suspiró, cerrando los ojos. Su rostro ya envejecido recobró color.
Se acomodó para usar el cuchillo en Natalia. Muy cuidadosamente deslizó la hoja en la ropa de aquella mujer e hizo un corte para abrir una senda en la ropa. El sujetador negro también se cortó, y un par de senos muy pequeños, un poco más claros a comparación de la cara, se asomaron.
Clea pretendió no verlos. Yig se levantó y miró por la ventanita de veinticinco centímetros de altura por quince de ancho de la puerta cerrada. Afuera no había nadie. Y no habría nadie en una hora.
―No me mires así ―dijo Yig, metiendo con delicadeza la punta de la hoja en medio de las clavículas de Natalia―, yo solo puedo comer carnes de un tipo, es mi dieta. Aguanto dos meses, luego, ya ves, envejezco. ¿Tienes un régimen de comida?
Clea movió la cabeza de izquierda a derecha. Había visto que el asesino llevaba un maletín negro un poco grande, y pensó que allí había algo. Luego recordó las noticias de hace dos meses. Dos jovencitas habían desaparecido, como dos meses antes de aquellos, y antes y antes. La policía creía que era lo de siempre, los viajes a la Argentina, al Perú, o la fuga común de jóvenes por ser jóvenes. Ahora  ya  sabía  por qué  desaparecían, y a dónde llegaban.
―Me llamo Yig y ―cortó el pecho de Natalia de norte a sur, hasta su ombligo― y me como a las personas.
Cortó músculos con cuidado. Sacó dos envases blancos con tapones que había en su maletín. Abrió surcos en los músculos de forma paciente, juguetona; como al querer repetir operaciones anteriores y encontrar nostalgia en las mismas. Hizo dos cortes en el cuello, a los costados, ubicó las arterias, jaló y, como si fueran mangueras, las usó para llenar los envases, presionando el pecho abierto de vez en cuando. Un envase se llenó, el otro llegó a la mitad.
Sacó a tiras los músculos y los depositó en el pupitre. Vio el esternón que con la sangre adquiría un tono plata. Usó sus dedos para arrancarlo de un tirón. Las costillas crujieron. Dejó el cuchillo y con ambas manos abrió las costillas, como si fuera un libro. Extrajo el corazón, lo metió en una bolsita amarilla que sacó de sus bolsillos.
―Este corazón es para mi amo ―comentó.
Julieta gimoteó. Pretendía despertar.
 ―Y la que está despertando, dará igual su corazón para mi amo...
Clea no pudo soportar más, y llevándose al vientre las manos y agachándose, terminó vomitando.
―No te emociones ―comentó Yig―, ya despertó tu amiga...
Y, con la misma cachiporra, que recogió con sigilo, le golpeó el rostro tan violentamente, que la nariz de la joven se hundió fríamente en el rostro, produciendo un torrente de sangre que terminó por llenar el segundo envase, que Yig acomodó debajo de la herida.
Clea seguía vomitando.
―Ya, ¡deja de vomitar!
Clea se tapó la boca y, por entre los dedos, el vómito continuó saliendo, caliente, picante, espeso.
―¡Carajo! ―dijo Yig, metiendo el cuchillo en el vientre de la difunta y abriéndolo hacia arriba, llegando hasta el diafragma―. Con razón no paras. ¡Debes tragar por tres!
Arrancó el corazón por debajo y lo metió en la bolsita amarilla, junto al de Natalia. Ambos tenían el mismo tamaño.
Clea no pudo parar su ataque de vómito. Su vista se tornó borrosa por las lágrimas y una debilidad enorme presionaba su espalda.
―¡Te digo que pares de vomitar, gorda de mierda!
Y de pronto, al sentir ganas de caer, Clea dejó de vomitar.
―Bien, no te desmayes, no ahora, por favor ―dijo Yig, y sacó algunas tiras más de músculo de Julieta.
“El amo debe estar esperando”, pensó Yig, y cuando agrupó las tiras de músculos en otra bolsa que sacó de otro de sus bolsillos, vio que Clea ya estaba tranquila.
―Cada dos meses me encargo de mi alimentación; no es sólo la carne, es su esencia ―recogió una tira delgada de músculo y lo mordisqueó con calma―; me llamo Yig, como te dije antes, y me encargo de cuidar al amo.
Masticó la carne con lentitud y Clea no sintió asco. Tal vez porque la voz de Yig resultó hermosa. Ahora sentía algo próximo a la obscena curiosidad.
―El amo tiene miles de años en la tierra ―comentó―; yo lo acompaño desde hace doscientos años; yo era normal, como tú o tus amigas; bueno, no como tú, yo era delgado y no tenía el corazón tan amargado; pero... bueno.
Clea miró los cuerpos de sus amigas: rojos, huecos, tiesos.
―¿Me estás escuchando, puerca?
―Sí ―dijo Clea, asustada.
―El amo es necesario, gordita ―ahora su voz adquirió ternura―; solo puede comer corazones sinceros, no tan manchados de odio... por eso no te maté.
Clea lo miró con odio. Sentía su máscara de víctima caer al piso.
―No digo que seas inútil para el amo, solo que... pocas veces he encontrado mujeres como tú, que siendo hipócritas, impulsivas y malas, sean a la vez horribles. No te ofendas, pero es la verdad.
Yig aferró el cuchillo y se aproximó a la temblorosa Clea... se le acercó más, hasta casi tocarla con todo el cuerpo. Apoyó el cuchillo en su entrepierna.
―Eres virgen ¿no es cierto? ―preguntó. La hoja del cuchillo apretó más en la textura de tela de su buzo azul.
Ella se limitó a mover suavemente la cabeza.
―Te cuento todo esto porque necesito una persona que me ayude y veo que tú sí podrías hacerlo. Si lo haces, no te haré daño.
Clea lo miró, temiendo que la matara ya.
―¿Quieres ayudarme? ―preguntó Yig y apretó más la hoja.
―¿Cómo? ―susurró ella.
―No es nada difícil; lo único que tienes que hacer es conocer al amo... Algunas veces necesita hablar con personas como tú; no te maté porque seas solo una persona mala, sino porque al amo le gusta hablar con seres como tú, que posean esa maldad, esa hipocresía, esa gula...
Era verdad, al amo le gustaba interactuar con ese tipo de gente cada veintisiete años: era parte de su ciclo; interactuar, pero no precisamente para hablar.
Yig esperó alguna reacción de parte de Clea, y otro leve asentimiento nació de su cabeza.
―Te lo pido por favor ―dijo, y Clea no tardó en asentir con más ganas.
En cuanto a ella, esos cuerpos muertos y casi vacíos ya no significaban nada. Ahora en su mente pensaba más en cómo era el amo y qué le preguntaría.
Yig guardó las bolsas y los dos envases en el maletín.
―Has elegido bien, gordita ―dijo Yig.
―Me llamo Clea ―dijo ella, un poco ofendida.
―Bien, Clea…
Y luego de este intercambio de palabras, Yig abrió la puerta del aula y llamó con voz ronca:
―¡Mauricio! ¡Javier!
Un mareo repentino llenó las sienes de Clea, y cayó en la cuenta de que, allí, un doble asesinato se había producido. Contempló el piso, más oscuro todavía, con los círculos de sangre reflejando el cielo raso claro, y creyó que Yig estaba loco.
Dos tipos vestidos con overoles ingresaron y los saludaron con calma, llamándole “señorita” a ella. Trapearon con rapidez, y el vómito desapareció dejando un vahído amargo en el ambiente.
―Jóvenes ―dijo Yig cuando estos terminaron de meter los cuerpos en los botes de basura que llevaban sobre unos carritos―, permítame presentarles a la señorita Clea, ella tendrá audiencia con el amo.
Los dos empleados la saludaron con mucho respeto y un aire de admiración.
Y así, dejaron la universidad y se dirigieron al edificio donde Yig vivía.

8
Clea ya no se sentía la victima de siempre; el amo la quería ver. Yig le contó, en tanto caminaban, que el amo era quien mantenía el orden de las cosas, que se alimentaba de corazones bondadosos y jóvenes, que requería de aquello para subsistir y que lo había convertido a él en su servidor leal. Yig no moría porque el amo así lo quisiera, y juntos formaban una relación simbiótica: Yig conseguía los corazones y la carne para sí mismo, y el amo, a cambio, prolongaba su vida.
Que esa relación entre el amo y Yig había comenzado a principios de abril, en 1906, cuando ciertos cambios climáticos lo hirieron cerca al Océano Pacífico.
Clea notó intensidad en la descripción de esa relación y preguntó sobre si alguna vez lo habían descubierto. Yig carcajeó un rato, y le dijo que la misma sociedad laboral (empleados del municipio y de las universidades, barrenderos y policías), conocían sobre la existencia del amo, y que si le dejaban trabajar, era porque el amo lo decidía así.
En el cielo, el azul se confundía con las nubes, que en El Alto eran celestes.
―Es en este edificio ―dijo él.
Entraron.
―¿Cuál es el nombre del amo? ―preguntó ella.
―Él te lo dirá ―dijo Yig― él te lo dirá.
¿Él era humano?, ¿tenía boca, acaso?
Y cuando ella entró al cuarto de baño, esperanzada de ver a un ser primigenio, divino en un altar de colores diversos, preparada para hablarle y preguntarle cosas y hacer de ella una buena compañía, fue recibida de pronto por tres tentáculos oscuros que le sujetaron las piernas, destrozando su piel con sus ventosas.
―¡Aquí está! ―dijo Yig, sujetando la bolsa amarilla con corazones en la mano izquierda y señalando a una Clea espantosa a la derecha―, y te traje a esta para el trasplante...
Clea entonces lo vio y lanzó un grito de espanto que le ahogó los pulmones casi hasta hacerle perder la conciencia: sobre una tina enorme yacía un horrible cuerpo marino que asemejaba a una estrella de decenas de puntas y cuyas puntas terminaban en grotescos tentáculos de varios colores oscurecidos pero nunca definidos, y en el centro de esta estrella, un cuerpo momificado se hundía en aquella materia; de la cabeza de aquel cuerpo salía un tentáculo más turgente y oscuro del conjunto, que terminaba en un ojo y que tenía una pupila de un horroroso color verde. Este tentáculo se estiró y, como una serpiente, se enroscó en el cuello de Clea. El cuerpo momificado se hizo polvo de inmediato.
De la masa gelatinosa salió algo parecido a una voz, pero que inconfundiblemente hablaba castellano.
―Gracias, Yig.
Clea, consternada ante el horror y con el tentáculo oscuro rodeando su cuello y su terminación en forma de ojo pegándose a su mejilla, deseó con toda su alma caer inconsciente; pero no, solo atinó a gritar.
―Si te hubiera dicho que mi amo, el amo de todo el mundo, del mundo carnicero en el que vivimos, necesita remplazar un cuerpo para chuparle la vida y su maldad entera, cada veintisiete años, no me hubieras acompañado, gordita ―dijo Yig y encendió la ducha, que comenzó a mojar todo alrededor; Yig continuó―: Siempre caen los elegidos, los que vienen por llenar su vanidad... los que tienen el corazón lleno de defectos.
Clea quiso gritar nuevamente, pero varios tentáculos, cual astas, se clavaron a lo largo de su columna vertebral. Sentía cómo, poco a poco, formaba parte de un ser primigenio, que necesitaba de su cuerpo para vivir, como necesita una linterna de baterías para funcionar.
Apenas pudo reaccionar cuando el tentáculo principal del ente, que tenía el ojo verde en la punta (y este ojo tenía una coraza que actuaba como párpado), penetró por su nuca cual taladro y emergió por su frente.
Pero vio, vio y comprendió.
El baño era el único lugar donde el amo, ahora ella, podía permanecer: Todo estaba húmedo.
Y la ducha estaba encendida...
Sintió, ya no observó; sintió, que su boca se abría hasta desgarrar sus mejillas, y que un Yig más joven, más demoníaco y más gelatinoso ―como el ser, como ella misma ahora― le alcanzaba uno de los corazones de la bolsa amarilla.
Tragó ambos corazones con fruición, en tanto se le aclaraban los sentidos.
Y escuchó la voz de Yig como una letanía cantada ya varios eones atrás:
―¡Salve mi Dios, mi amo, Cyäegha!
Clea, quien esa mañana de sábado se sentía gorda; ahora ya no sentía nada.
Salvo, un poco más de hambre.

(26 de febrero 2008)



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