“Ich warte
hier
Don't die
before I do
Ich warte
hier
Stirb nicht
vor mir...”
(Rammstein,
Stirb nich vor mir)
Para ti, la de ojos ámbar, sangre dulce y voz adorada.
El imperceptible rozar de la tela sobre tus glúteos hace que
me quite las gafas. No soporto leer a tu lado. No estás hecha para verme leer.
No aquí. No desde esta cama.
Me gustan tus labios, pero lo que más me agrada es escuchar
tu voz. Esa voz que no es delgada ni gruesa, menos tosca. Esa voz que me
conecta a un mundo que no es el mío. No es un sueño. Es mejor que un sueño.
Dejo el libro a un lado y exploro tus ojos. Hay menos de
quince pares de estelas brillantes en ellos, estelas que giran y giran como dos
ciclones, y que reflejan la textura del cielorraso de este cuarto. No puedo
notar tus pupilas: así de brillantes están.
Tus pestañas se curvan formando sombras arriba, en los
pliegos de tus párpados, y debajo, en los nacimientos de tus pómulos.
Las estelas brillantes que giran entre tus ojos, juguetonas,
no son el techo, o, por decirlo así, no son el reflejo del techo, sino el
reflejo de las aspas del ventilador.
Parpadeas, sonríes. Me miras, pero no eres tú quien fija las
pupilas en mí: son los reflejos de las aspas las que me miran, enamoradas de
ti, indiferentes a mí, aunque imperceptibles, así como fantasmas.
Pronto descubro que el rozar de la tela sobre tus glúteos
nació cuando apartaste las sábanas que te sofocaban. Sientes calor. Tu piel
está turbia. Necesitas transpirar. Ahora.
Tu voz sale como un puente entre tu universo: aquel donde
todo día es bonito, todo momento es felicidad, toda esquina es penetración y
toda sombra es cariño... y el mío, donde no puedo hacer más que poner mi alma
entre las almohadas, mientras me ahogo, o siento que me ahogo, pronunciando tu
nombre.
Me llamas, me acerco, muerdes mi piel y con tus dientes me
atraes hacia ti. No puedo negar que me fascina sentirte enardecida por estar
conmigo, que quisieras, por sobre todas las cosas, marcarme con tus dientes y
coronar esta fijación con los labios, mientras tus piernas, ¡dios!, tus largas
y firmes piernas, me atenazan sin dejarme preparar el alma para sumergirme en
tu esencia.
Y sucede. Me apoyo sobre tu piel. Nuestros pezones se tocan
entre sí y los labios quieren decirse de todo, pero terminan por actuar para lo
que fueron creados.
¿Qué quieres de la vida?, me preguntas, y alejo mi rostro
del tuyo e ingreso más y más por entre tus vetas de canela y sal, sal y canela
y vainilla.
No respondo. Sabes muy bien que no puedo contestar. Aprieto
los labios y desvío la mirada. Sé muy bien que quieres arruinarme el final. Que
no quieres que mitigue, dentro de ti, todo lo que estaba guardando esta semana;
no quieres eso, sin hacerme sufrir primero.
Quiero libertad, te digo jadeando, y sumerjo mis labios en
el hueco que hace tu cuello al nacer de tu clavícula derecha, fina y curva como
la hoz de la señora muerte.
Me alejas del cardenal que te estaba creando con mis labios.
Me miras y descubres de nuevo que eres bella. Que tú, por más que seas amada
por un montón de hombres como yo, te sabes única, sola, perfecta, y aunque tu
perfección roza los límites de la realidad, descubres, sin querer, que ese es
tu único tesoro. De cerca, tus ojos ya no reflejan las aspas del cielorraso ni
el mismo cielorraso. Ahora reproducen para mis ojos el color de mi piel, hasta
desaparecer en el mismo rostro, como dos círculos demarcados de pestañas,
apostadas allí, quién sabe para qué.
Esa no es una respuesta, mierda, dices, y la voz que sale de
tu garganta no es más que un susurro gentil, esa clase de susurro que extraño
los días en los que tu universo está relegado a mis delirios, esos días en los
que tienes que fingir no existir, a la par que yo finjo vivir y los demás
fingen no haberme visto, lejos de los que me pertenecen y cerca de los ajenos.
Quiero vivir nomás, respondo, entusiasmado.
Salgo y vuelvo a entrar. Te agitas y expeles el aliento con
aroma a canela con sal que refugian tus pulmones. Tu espalda se retuerce como
si tuvieras polio, y tus pezones se elevan, endurecidos, hacia mi pecho.
Salgo y vuelo a entrar, esta vez con más fuerza. Noto las
cavernosidades de tu ser. Tus pliegues me acarician la piel, se despliegan
cuando entro y salgo, salgo y vuelvo a entrar.
Soy feliz.
Te quiero a ti, digo. Vuelves a encorvar la columna y
crispar el rostro, exhalando otra descarga de canela y sal, esta vez coronada
por gemidos.
Soy feliz.
Aún así, sigues mirándome como si esa no fuera la respuesta.
Tus dientes presionan un lado de tu labio inferior. Gimes una vez más.
Qué deseas de la vida, vuelves a preguntar.
No quiero contestarte, no puedo, mi amor. No me hagas
decirlo. Duele.
Me libero de ti y me siento al pie de la cama. Algo se ha
quebrado entre nosotros. No sé qué será; pero duele en alguna parte, desde
adentro, duele. No es soledad, ni melancolía. Tampoco es encierro, ni ausencia
de oxígeno. Es algo que no puedo formar ni interpretar con palabras.
Te acercas y tu voz vuelve a adquirir consistencia entre
todas estas sombras.
¿Cuál es la vida que quieres?, preguntas y callas y te
acurrucas entre las sábanas. El rozar de la tela sobre tus glúteos y luego
sobre tu cintura es menos atractivo ahora, porque significa el regreso a la
rutina, a simularnos extraños para los demás, a vivir nuestras vidas.
Sé que me quieres, que desearías salir corriendo, conmigo,
sin mirar a nadie.
Que la vida sería un paso más hacia la tumba.
Aunque juntos, sería un paso feliz.
Pero no puede ser, digo. Tomo mis gafas y me las calzo.
Me visto y tomo el libro que estaba leyendo antes de
descender en tus terrenos.
Pocas personas pueden tener al amor como un abismo.
Me miras como si me fuera a morir, pero es al revés. Yo
debería verte así. Yo debería sentir que me vas a dejar. Pero no lo deseo; por
favor, no mueras antes que yo, pienso.
Las luces del pasillo del pabellón oncológico se encienden.
Desearía tener más poder aquí, te digo y agrego: pero solo
soy un empleado.
Salgo sin dejar de mirarte, hasta que tu abismo desaparece,
una vez más, tras tu máscara de oxígeno.
Fuente de imagen: Fotograma de la película "Hable con ella" de Pedro Almodóvar.
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