Necrostalgia




El presente documento fue encontrado entre los proyectos de crónicas e investigaciones pendientes del famoso cronista Fadriqve Espinoza Ayala, ejecutado como parte de las celebraciones por el Bicentenario de la República Plurinacional de Bolivia; se ha pensado que el narrador-protagonista (que en todo el documento no se presenta ni se nombra) le confió el presente documento a Espinoza, mientras este visitaba la otrora cárcel de San Pedro, reemplazada hace tres años por una estación “Soylent verde” para la tercera edad. Detalles del crimen descrito en este documento, indican que dicho narrador podría tratarse de Mao Josif Morales de Lozada, famoso integrante de Wakhataya Sound and the Plurinational´s Lluqallas, grupo de jazz andino que fuera creado por el multipremiado músico, Alex Delius, hace más de diez años.
Este es el primero de cien escritos...


Me dijo que lo haría, que se mataría.

Miré el auricular del teléfono con una expresión de asco.

Me reí en silencio. Ella lo notó.

—¡Si no vienes me mato, gramputa, me mato! —gritó.

Vino el silencio... Ella esperaba que respondiera: corté la comunicación.

Cuando estaba por levantarme e ir a la cocina a prepararme un mate, el teléfono sonó nuevamente, pero solo por un segundo.

Le devolví la llamada. No contestó.

Llamé dos veces más, sin resultado.

Así que fui hasta su casa y, como cuando ella me convocaba, trepé por los soportes de la canaleta que llevaban hasta su balcón.

Sus padres debían estar durmiendo; sus hermanas, de parranda, como siempre; y sus perros ahí, silenciosos, casi como si fueran de mi propiedad.

Atravesé el balcón y noté que el cuarto estaba como cuando solíamos hacer el ritual de nuestros encuentros: en penumbras.

La luz externa de un farol era lo único que iluminaba el interior, pero fue fácil encontrarla.

Estaba sentada, esperándome sobre su sillón rojo, estilo Luis XVI, con una pierna encima del “brazo” derecho, y la otra, entre el sillón y el nacimiento del otro “brazo”. Tenía la cabeza apoyada delicadamente contra el respaldo, parecía dormir.

Estaba desnuda, como imaginé.

Y quieta, muy quieta.

El pequeño monte —escindido en medio— que era su pubis, se mostraba ligeramente abierto, como el césped que se apelmaza cuando uno pisa encima.

Me acerqué con lentitud y, cuando vi su rostro, me di cuenta que Hilda, mi Hilda, estaba muerta.

Quise sentarme, cubrirle la desnudez, llamar a la policía, pero me concentré nuevamente en su monte escindido y en la ligera abertura de sus pliegues. Me estremecí.

¿Cómo pudo hacerlo? Estaba sorprendido y casi molesto, o mejor indignado, muy indignado, porque ella había cumplido aquella estúpida amenaza.

Miré su cara apacible y me di cuenta que la ausencia de humedad en sus labios y párpados, ambos cerrados, inmóviles y opacos, seguramente se debía a su estado. “Al menos los párpados”, pensé, carecían del barniz natural, aceitoso, que tenían los vivos al cerrar los ojos...

...Y volví a mirar abajo, deteniéndome a la altura de su ombligo: un remolinillo de oscuridades y misterios, tan profundo como cautivador.

Siempre me atrajo aquella furtiva imperfección que, en Hilda estaba tan bien puesta, como un botón en el espaldar de un sillón.
En ese momento podría haber jurado que ella parecía otro mueble, por lo bien tapizada que tenía su piel sobre sus músculos...

...Y sus senos. Vi sus senos desde abajo: florecientes, terminados en punta, mucho antes que los discos oscuros que precedían a sus pezones; y con esa imagen, supe que esa piel de tono marmóreo (la que nunca le vi así), era la de alguien que no estaba vivo.

Me puse casi de cuclillas, acerqué mi rostro a su pecho, y pude ver la planicie del esternón que resaltaba de entre los globos en punta que eran sus senos. Apoyé mi mano allí, busqué la tibieza y el burúmbum-burúmbum de su corazón.

Pero, como era de esperar, no hubo nada de eso.

Solo frío de porcelana.

Me incorporé, retrocedí un par de pasos, con mi memoria a punto de colapsar y recordé, una vez más, las últimas palabras que me dijo antes que yo le colgara.

Intuía que lo había dicho para demostrarme que mi poder sobre ella era tan mínimo como la picadura de un mosquito sobre la piel de un elefante.

Así era la explosiva y teatral Hilda: gritaba, insultaba, me espetaba su cariño y nunca reconocía mi esfuerzo; pero en el momento de la verdad, se aferraba a mi espalda y me mordía con fuerza, tanto, que tengo un par de cicatrices en forma de ojos, allí donde acababan las clavículas y comenzaban los hombros. Cuando estaba molesta, me atacaba con un aire a lo María Félix, creyéndose dueña y opresora; pero a veces no alcanzaba a ser ni lo uno ni lo otro. Creía que la situación de pareja involucraba una competencia: una “guerra sexual”, en la que el género más poderoso era el que sometía al que reconocía su dependencia...

Me acerqué y me puse de cuclillas nuevamente; evité tocar otra vez la parte de piel plana sobre el esternón de su pecho.

Suspiré.

Mi mirada cayó, por primera vez, en sus muñecas. Noté que las tenía abiertas. La sangre había abandonado disciplinadamente el cuerpo, sin manchar más que los flancos de sus glúteos, y la vida se le había deslizado tranquilamente por el tapizado del sillón, mimetizándose con él. Era raro que no me hubiera fijado hasta ese momento en sus muñecas. Quizá mi mente esperaba que todo fuera falso, no sé...

Me relamí los labios al sentir la presencia y el frío de la muerte en esa habitación.

Al principio toqué con delicadeza, casi como si fuera de cristal; pero después terminé revisando el cuerpo con confianza casi científica. El rigor mortis todavía no había comenzado, lo supe al levantar y dejar caer el brazo. No hubo rebote, ni drama, ni nada: cayó como lo esperaba.

Recordé las veces que, desnudos, nos refugiábamos en aquel sillón, entre calores y sudores... Eso me dio el valor para tocar sus senos; no tanto los pezones, sino las cúpulas de piel que antecedían a los pezones. Sentí que, en medio de ese frío, había algo del calor que me había regalado por tanto tiempo.

Llevé mi mano izquierda al borde de su ombligo y metí mi dedo índice en su remolinillo oscuro y frío, tal vez con el deseo de calentarlo de a poco o de sentirlo tibio, al menos esta vez.

Repentinamente, mi mano izquierda estiró los dedos y los deslizó hacia el monte que tenía la hendidura de su sexo, y pensé que, si la razón de su muerte había sido el desangrado, la corrupción no llegaría tan rápido allí, a no ser que la misma vulva hubiera sido la causante del colapso.

Mis dedos juguetearon y se barnizaron con sus fluidos helados.

Aparté la mano. Imaginé que la encontraría ensangrentada... pero no, en vez de ello, vi humedad, nada más, y fue en ese segundo que recordé una canción de Lou Reed y recordé mis ilusiones, las del principio, las de los domingos sin tristeza en los que, después del parque, del zoológico, del cine y del vino, nos fuéramos con ella a descansar a una habitación, sumergidos en una tibieza oscura, tranquila, silenciosa, sin más esperanzas que las nacidas del placer.
Y al sentir su humedad entre mis dedos y las ilusiones del pasado aún frescas, supe que era momento de hacer algo con ella, antes que el pánico comenzara a destrozarlo todo: ¿Llamar a la policía? ¿Avisar que había encontrado así al cuerpo de mi Hilda?

Me enfoqué en su vulva, aún de cuclillas, a centímetros de ella.

Por un segundo mi mente dijo no, aún no es tiempo.

Aproximé mi rostro a la ligera elevación de su monte escindido, almohadillado, estirando mi lengua y buscando alborotar aquellos pliegues. Sentí su sabor, y supe que ella había estado excitada.

¿Es natural sentir excitación ante la muerte? Sabía de gente que se cagaba encima, pues el dolor hacía que sus esfínteres cedieran; pero ¿excitación?

Hundí mi lengua nuevamente, aparté los pliegues de los flancos y elevé con la punta el pliegue mayor, el cual cubría, como una capucha mínima, al punto más tierno de aquel portal. Supe que el aroma a canela y sal, a pino fecundo, a hierba verde y sol, era característico en ella después de excitarse.

Me puse de pie, con los labios estremecidos, la respiración agitada y las rodillas temblorosas.

No importa, ella no lo sentirá, me dije.

Quise darle vuelta al cuerpo, hacer que sus rodillas se clavasen en el piso y la frente de Hilda se hundiera en el nacimiento del respaldo del sillón; así tendría paso libre para hundirme en su grupa.

Metí mis manos en los huecos de sus axilas y la levanté con calma; pero la solté a medio camino. El rostro muerto de mi Hilda cayó en el ángulo entre el espaldar y el sillón, como había deducido; pero sus brazos abiertos se doblaron ridículamente sobre los “brazos” acolchados. Sus glúteos se abrieron un poco más de lo que esperaba.

Por la oscuridad del cuarto —la luz del farol de la esquina de su calle entraba y apenas si iluminaba un cuadrado de la alfombra que estaba al pie de su cama— no lo había notado al principio, pero en ese momento lo vi con claridad: había sangre y carne abierta allí. Las heridas estaban por debajo de los omóplatos, se presentaban como amplias sonrisas verticales que terminaban a la altura de los riñones; las costillas, al fondo de ambas heridas, parecían un simulacro —bastante grotesco, eso sí— de colmillos astillados.

Inclinado frente al cuerpo, vi los perfectos globos ensangrentados que en ese momento constituían el trasero de mi Hilda. Me relamí los labios, no por deseo, sino porque se me habían resecado de sorpresa. Aquel descubrimiento no solo había extinguido mi voluntad, sino que me indicó algo más siniestro: Nadie, en su intento suicida, podría haberse hecho ese tipo de cortes en la espalda...

Y en medio de la oscuridad, una voz, la más profunda que pude percibir en mi pobre vida hasta ese momento, dijo:

—Mejor espere a que se ponga tiesa.

Me aparté un poco del cuerpo de mi Hilda y me incorporé, heladísimo de horror al detectar, casi a un metro de distancia y flotando en medio de la oscuridad, un rostro amarillo —lo juro, era amarillo—, sonriéndome con un par de ojos exageradamente abiertos, concentrados en mi cuello.

Había estado entre los muebles del fondo que, luego descubrí, lucían alborotados y barnizados por la sangre de mi Hilda.

“Esa cara está interesada por estar cerca de mí”, pensé.

El cuerpo de mi Hilda y el sillón estaban en medio, como una barricada; me juré que lo usaría así de ser posible, porque esos ojos abiertos seguían mirándome con tanta ansia, que me sobresalté cuando...

(Pensé en monstruos, en vampiros, en Lon Chaney, en el villano de Sin City o en maniacos stronguistas que se maquillaban de amarillo para ir a matar bolivaristas. También recordé el testimonio de mi abuelo sobre cómo conoció –sin saberlo al principio, claro está– al Condenado de los Yungas, cómo lo había cargado al encontrarlo, lloroso y necesitado porque no logró cruzar “por un accidente” aquel río yungueño ancho y poco profundo. Mi abuelo, aún sin saber que aquel ser era un alma en pena, le había preguntado de dónde venía y por qué la prisa, mientras ya lo llevaba cargado sobre sus espaldas, a medio camino del río; como el Condenado le respondió: “De matar a mis padres; necesito huir de sus almas”, mi abuelo le buscó la cara, que estaba apoyada por sobre su hombro tembloroso, y se encontró con un rostro amarillo, de ojos redondos, sin párpados, con irises como pinchazos de agujas y sonrisa podrida; entonces lo soltó, para verlo derretirse entre gritos irrepetibles, en medio del río, como una babosa en un montón de sal. Así supo que los Condenados no podían cruzar ríos, y que, efectivamente, el cuerpo de un suicida que había matado a sus padres, en una población, al otro lado del río, había desaparecido de su sepulcro horriblemente abierto...)

...cuando los vi temblar al enfocarse no en mis ojos, sino en mi pecho, y supe que el tipo amarillo se me estaba aproximando torpemente, como si corriera. Quise apartarme, pero algo que estaba a mis espaldas me cubrió los ojos, como si hubiera puesto unas manos de aromas pútridos delante de mis ojos. Al instante, en medio de esa oscuridad de moho entre dedos retorcidos, un grito me golpeó en los oídos... y perdí la conciencia.

Me despertó la policía.

Me sorprendí al descubrirme sobre el cuerpo de mi Hilda, mi bajo vientre desnudo, pegado a sus glúteos abiertos quirúrgicamente para que lo poco que tuviera en alto relieve de mi pubis entrara con más facilidad allí (inconscientemente, claro).

Y tenía un cuchillo en mi mano.

Aunque los doctores reconocieron que las excoriaciones de mi cuello se debían a que alguien me había estrangulado, encontraron una manguera de plástico debajo del sillón, con las huellas dactilares de mi Hilda, lo que demostró que ella “...se había defendido con fuerza y voluntad, antes que este hijo de puta la matara”.

Recuerdo el rostro amarillo y lo que me cubrió los ojos al momento de perder la conciencia. Recuerdo la textura del sexo muerto de mi Hilda (la sensación de placer que debió sentir antes de morir) y su sabor.

También pienso en la posibilidad de hacerle creer a quien me lea, este mi testimonio, porque es la verdad.

Acá las noticias son un privilegio. Muchos monopolizan los periódicos, y como aquí se gana poquísimo dinero, apenas me alcanza para que me compren un diario entero. Muchos de los presos me preguntan por qué quiero un impreso de estos, si ahora no tengo a dónde ir, ni para qué enterarme de todo lo que pasa afuera.

Simple. Supe, por uno de los nuevos guardias, que ya son siete las mujeres violadas y asesinadas con cortes en las espaldas y en las muñecas. Quizá si consigo un periódico pronto, pueda anotar sus números de contacto y llamarlos para pedirles que publiquen este mi testimonio, porque acá, entre los anónimos, ansío lavar mi reputación.

Entretanto, me persiguen un recuerdo y un temor: me cuesta olvidar el aroma helado del sexo que esa noche capté de mi Hilda; ese aroma a sol frío, a lluvia durante la noche, a Lou Reed cantando en radios los domingos, a soledad; y lo que temo es que ese recuerdo me siga provocando erecciones.



Fuente de fotografía: 
https://www.mundoesotericoparanormal.com/el-hombre-angustiado-retrato-del-mas-alla/
Fuente original: "El hombre angustiado" (The Anquished Man), pintura al óleo (y con sangre) de Sean Robinson.

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